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En la segunda semana de febrero, cuando la administración de Donald Trump aún se instalaba, The Washington Post y The New York Times trajeron la primicia sobre los vínculos extranjeros de un asesor de la Casa Blanca en seguridad nacional. En pocos días, el general (r) Michael Flynn era alejado de uno de los cargos más influyentes del mundo, en un sismo cuyos remezones demolieron el miércoles pasado el mandato del director del FBI, James Comey, y elevaron la adrenalina en la política estadounidense como pocas veces en su historia.
Es raro que un alto funcionario de la inteligencia o, mejor, del espionaje, sea relevado de modo tan sumario y que la noticia le llegue por un ayudante que le dijo que las pantallas a su espalda, en el salón donde dictaba una conferencia, anunciaban un hecho real y no una broma como creía: Trump lo había destituido.
Solo días antes, el mandatario había elogiado al funcionario, en un zig-zag de opiniones desconcertantes en las que Comey pasaba de repente de héroe a villano y viceversa, de “persona maravillosa” a ineficiente. Al despedirlo, el mandatario dijo que no hacía buen trabajo y que el FBI le había perdido confianza. Para su desazón, el director encargado tras la destitución encomió el trabajo del destituido y ante un subcomité que lo examinaba aseguró que la institución nunca le perdió confianza. Algo más grave parecía rodear el despido. El FBI investigaba, bajo el funcionario despedido, a qué grado habría llegado la supuesta interferencia informática rusa en las elecciones del año pasado en detrimento de Hillary Clinton y a favor de Trump.
Antes que Comey, la Procuradora General encargada, Sally Yakes, había tropezado con el mandatario al decidir que los fiscales a su cargo no apoyarían la orden genérica de bloquear el ingreso de ciudadanos de países musulmanes a USA porque era una orden ilegal. Más tarde había tratado de llegar a Trump para exponerle el peligro de la presencia en su círculo más estrecho de una persona con fuertes vínculos con Rusia que, además, había trabajado para el gobierno turco, del que había recibido honorarios cuantiosos. Le iba a hablar de Flynn. Fue un esfuerzo suicida, pues acabó dimitida. Al igual que Comey, Yakes supo de su despido de modo indirecto: por los medios.
Todavía en desarrollo y en suspenso creciente, estos episodios han llegado al público con gran detalle gracias a los medios informativos estadounidenses, que estos meses evidencian su valor en sociedades modernas y abiertas, donde son considerados como expresión de un derecho primario. Para los demócratas, la tarea investigativa rigurosa y profesional de los medios es el mejor antídoto contra autocracias, dictaduras y cualquier sistema de naturaleza prorroguista.
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