Clepsidra
Por lo general las dictaduras, sean éstas populistas de izquierda; populistas de derecha; o simplemente del clásico corte militar, aspiran siempre a perpetuarse en el poder a costa de cualquier sacrificio, y qué mejor si éste recae sobre las espaldas del sojuzgado pueblo que gobiernan.
Para el eficaz cumplimiento de dicho objetivo, las técnicas usualmente utilizadas por los autócratas son por demás conocidas, ya que éstas se remontan a tiempos inmemoriales como ser: la desinstitucionalización del Estado, suprimiendo aquellos organismos donde se funda la democracia, se garantiza la seguridad personal y jurídica de sus pueblos y se respeta la libertad de prensa irrestricta, así como la alternancia pacífica, democrática y civilizada del poder.
Con el objeto de ocultar bajo la alfombra sus miserias internas, no están exentas de esta suerte de artimañas dictatoriales, la creación artificial y maquiavélica de pleitos internacionales, en especial con países con los que se guarda diferendos de antigua data, para despertar y enfervorizar el nacionalismo del pueblo. Son provocaciones que uno sabe cómo comienzan, pero nunca cómo terminan.
Junto a esta estrategia viene aparejada una cruel y criminal represión, como la que está ejerciendo el inmaduro autócrata venezolano, decidido a perpetuarse a sangre y fuego en el poder. Para ello, no ha dudado un instante en masacrar a su pueblo y, junto a los gases que le administra diariamente, ha convocado a una asamblea constituyente cívico militar, como novedosa fórmula jurídica que no cabría ni en la afiebrada cabeza de un Stalin o de un Robert Mugabe.
Ahora bien, sería injusto atribuir únicamente al déspota toda la obsesión de esta pertinaz permanencia en el poder, ya que en su entorno existe una miríada de sanguijuelas que no le permiten que renuncie y lo obligan a perpetuarse para encubrir sus latrocinios y seguir desangrando a esa nación.
Es el caso de la situación que se cierne sobre Cuba, ante el desmoronamiento de la ayuda venezolana y la necesidad de su gerontocracia de tener que convencer a su pueblo la necesidad de otra era de carestía, después de haber probado por gotas, la dulzura de la libertad. Datos oficiales de las Naciones Unidas nos indican que el año pasado Cuba dejó de ganar un 97% por la exportación y venta de derivados del petróleo que parasitariamente Venezuela le vino obsequiando, a un ritmo de 100.000 barriles diarios. O sea, de 500 millones de dólares, a sólo 15 millones.
De ahí que un cambio de régimen en Caracas significaría una hecatombe para Castro, quien, en una mesa presidida por Maduro, en marzo de este año dijo: “No están solos”, “en Venezuela se libra hoy la batalla decisiva por la soberanía, la emancipación, la integración y el desarrollo de Nuestra América”, lo que en buen romance significa que la única salida a la recesión que padece Cuba depende únicamente de su intercambio comercial con Venezuela y del apoyo de algunos países de la región, que todavía abrazan la utopía del esperpento socialista, por lo que han decidido luchar hasta el último venezolano y, si es necesario, hasta con asambleas prostituyentes.
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