Desde su asunción al Papado, el sumo Pontífice de la Iglesia Católica ha mostrado preocupación por los diversos problemas que afligen al mundo. Hace pocos días, se refirió a que muchos países practican la “Cultura de la Destrucción” en clara referencia a la cada vez mayor fabricación de armas en que se encuentran empeñados los países ricos y desarrollados como son Estados Unidos, Rusia, Francia, Alemania, Japón, Inglaterra y otros que, además, comprometen su accionar a naciones como China, India, Corea del Norte y otros que están aún inmersos en el segundo mundo.
La humanidad vive un estado de temor permanente ante un armamentismo que busca la primacía por efecto del poder de las armas, la imposición de ideologías de odio y la cada vez más aberrante pobreza que asuela siquiera a un 60% de la población. China Popular es ejemplo patético de cómo, sufriendo la mayoría de su población de más de 1.300 millones de habitantes por causa de la pobreza, está empeñada en mostrar cada vez mayor potencia armamentista; India, con más de un mil millones de personas, también está dirigida por el mismo camino pese a confrontar condiciones de subdesarrollo y pobreza.
El Papa dijo que la llamada “madre de todas las bombas” aunque no es nuclear, no puede ni debe ser llamada madre porque se entiende que “la madre da vida y la bomba da la muerte”. “Hay algo que no funciona, algo que destruye, algo que no es normal” expresó seguramente para referirse a que el hombre, en su soberbia y petulancia, parece que busca la muerte de sus semejantes haciendo abstracción de la vida; se vive tiempos en los que la normalidad ya no existe y tiene primacía lo anormal, lo malo, lo contrario a la vida y al bienestar del ser humano porque surgen peligros de guerras y enfrentamientos como nunca había padecido el orbe.
El Papa Francisco condenó “los conflictos bélicos, los bombardeos, las torturas, los naufragios de inmigrantes y refugiados en el mar”. Males que se juntan y que, con el curso del tiempo, se agravan porque se ha perdido nociones de la moral y el amor, la caridad y la solidaridad, se tiende a anteponer el amor al mal sobre el amor a Dios y al prójimo; son hechos que se vive diariamente porque si no hay guerras, hay posiciones radicales de gobiernos y desgobiernos que buscan la primacía de sus odios y caprichos, de ambiciones de más poder y un culto al dinero, al hedonismo y al materialismo que tiende a resurgir con mucha fuerza.
La cultura de la destrucción es la inclinación a todo lo que complota contra el ser humano y parecería que no tendrá fin mientras no se tome conciencia de derechos y obligaciones para entender que solamente el amor, la fe y la caridad construyen; pero, para ello, quienes tienen poder político, económico o social deberán renunciar a su soberbia y a sus ambiciones que en poco tiempo los puede destruir arrastrando consigo a buena parte de la humanidad. Mientras se hagan oídos sordos y se cieguen las conciencias, no podrá pensarse en que el poder del mal ceda ante las incitativas de amor y concordia.
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