Ignacio Vera Rada
He estado toda la Semana Santa en las radas de un río del Sorata declamando y potenciando mi voz, como hacía Demóstenes a las orillas de uno de los mares de la Grecia, con tal de que mi volumen vocal fuese siempre más que el sonido de las aguas que rompen contra las piedras.
En mi soledad diurna, leía a toda voz los discursos del señor Winston Spencer Churchill, escritos en un inglés impecable e impresos en el papel biblia de una edición muy esmerada.
La oratoria de Churchill pronunciada ante la Cámara de los Comunes, en universidades y en varias sesiones de representantes de congresos del mundo, no es una pirotecnia oratoria, es una elocuencia simple, pero no por simple inelegante y superficial. En toda su producción literaria hay discursos cortos y discursos largos; aquéllos son ejemplo de la retórica avanzada y moderna, sintética por lo mismo, y éstos son parlamentos que rinden un examen detallado de tal o cual acontecimiento de Gran Bretaña, desprovistos de hojarasca irrelevante, hojarasca que deben dejar siempre de lado los rétores y logógrafos.
Hay algo que debe ser destacado en la retórica del señor Churchill: su maravilloso manejo del idioma inglés. “Of all the talents given to man, nothing is as valuable as the gift of oratory” (Churchill). Hay que tener en cuenta que Churchill -y con él los más grandes oradores de la historia- procuraban no pronunciar sus discursos leyendo una hoja de papel, sino ordenando sus ideas clara y contundentemente en su cabeza. He ahí la gran gloria y el gran mérito. Por otra parte, el Primer Ministro británico -en realidad, todo el parlamentarismo británico en su conjunto y a lo largo de su historia- ha creado un distinto tipo de elocuencia, distinto del de la Grecia y Roma clásicas, más distinto todavía de la oratoria romántica de los enciclopedistas, de los políticos hijos de la Revolución Francesa y de los doctores charquinos de la Independencia americana. Casi se diría un estilo conversatorio cordial y sencillo, espontáneo y desprovisto de vociferaciones; en resumen, mucho razonamiento y poco oropel altisonante. Comparad a Pericles con Robespierre, ¡y a Lincoln con Casimiro Olañeta!; grandes valores pero en distintas formas. Solamente una espiral común en todos ellos: “El continuo movimiento del alma” (Cicerón).
Las oraciones de los grandes, para Aristóteles, podían tocar cinco grandes asuntos: los ingresos fiscales; la guerra y la paz; la custodia del país; las importaciones y exportaciones, y la legislación, y los logógrafos que elaborasen los discursos debían no solamente tener un vasto conocimiento de tales cuestiones, sino además tener bien presente el sentido dialéctico y silogístico.
¡Oh preámbulos y exordios, oh codas y estrambotes! Si Churchill no hace uso de la retórica ultraelegante y sofística, sí gusta de los epílogos llamativos, más llamativos que los de Catón el Viejo (¡Delenda est Cartago!), pero aunque llamativos, serenos y prudentes. (Be carefull! We haven’t won yet!).
Aunque la gramática del inglés no está lejana de la del castellano, los discursos en su idioma original son insuperables, no solamente por el carácter único de los vocablos, sino también por la misma eufonía de la lengua inglesa, porque el inglés es la mejor lengua para la oratoria.
Todo esto en cuanto al fondo, a la literatura stricto sensu. El otro gran punto es la forma en la que debieron haber sido ejecutados esos discursos, pero eso lo dejo ya solamente a mi imaginación.
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