Mi madre, una mujer total

Nelly Balda Cabello

En un mundo de prisas y de sensaciones pasajeras, me inclino a pensar que los seres humanos aún somos capaces de traducir en palabras los afectos, pues como decía Saint-Exupéry “sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”.

Para dar testimonio de tales palabras, compartiré con ustedes algunos pasajes de la vida de mi madre. Cuando éramos jovencitos mis hermanos y yo tal vez no fuimos capaces de entenderla en su completud. Su vida no había sido fácil. Pasó buena parte de su infancia en una hacienda, propiedad campestre de mi abuelo, acaso llena de libros, proyectos y libertad, pero ausente de una vigorosa presencia femenina.

Sus amigos y compañeros de juegos eran sus cuatro hermanos, de quienes aprendió el sentido de la lucha entre pares, la solidaridad franca, la competencia como valor y dentro de sí, la soledad de ser una niña indefensa en un mundo de códigos masculinos.

Mi abuelo Rafael la cubrió de afecto, pero como si presintiera su destino, la impulsó a estudiar sin tregua y fue aprovechada estudiante y apasionada lectora de los escritores de su tiempo.

Gracias a la educación fiscal que recibió, conoce de la existencia de mujeres distintas, formadas tras las conquistas femeninas de la revolución liberal. Fueron las maestras normalistas en el Ecuador, las primeras mujeres de letras e inspiradoras de mujeres jóvenes como mi madre que apostaron no sólo al matrimonio sino también al trabajo productivo.

Cuando se casó con mi padre, pensó que había alcanzado el cielo con la mano. El tiempo y los eventos que se sucedieron no le darían la razón.

Antes de nacer mi hermano César, culminó su doctorado y emprendió su paciente búsqueda de trabajo. No era simple, atender una casa, siete chicos, un marido exigente, además de dos o tres labores remuneradas.

Mi padre, hombre ilustrado y soñador, se diluye en mi recuerdo. Era un ser afable, perseguidor de ideas locas, que siempre daban al traste. En un mundo de contrastes, mi madre llevaba la voz cantante. Mi casa se convirtió en un matriarcado. Un día, sin explicaciones, mi padre se marchó, no supimos de él por mucho tiempo. Rememoró el rostro de mi madre aquel día, crispado de dolor, con una aureola luminosa de terquedad. Se prometió salir adelante y lo hizo. Aún me maravilla el cómo. Hacía poco que nos habíamos cambiado a una casa propia, la que estaba hipotecada al banco. Actualmente, es una propiedad antigua, pero espaciosa y nadie que no conociese la historia, podría suponer que fue tan difícil conservarla. Pero mi madre fue tenaz y lo sigue siendo en todo lo que se propone. Está hecha de una fuerza capaz de vencer a la montaña.

Han pasado más de treinta años, desde que se inició como docente universitaria, sin embargo hoy, resuelta y vital sale de su casa, casi todas las mañanas para impartir clases en la Universidad Estatal de Guayaquil. Y le repite a sus alumnos/as esa frase que me recuerda la fortaleza de los legendarios guerreros huancavilcas, de los que es conspicua heredera: “Yo moriré como los árboles de pie”.

Mi madre Nelly, en su singularidad comparte con las feministas, el convencimiento que sólo dando personalmente ejemplo de excelencia, será posible abrir el camino al liderazgo femenino del tercer milenio, sólido, visible y pleno.

La autora es profesora titular y Jefa del Departamento de Relaciones Internacionales de la UMSA.

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