VIDA DE PAREJAS
Hace un par de semanas mis padres estuvieron de visita. Lo primero que quiso saber papá fue cómo estaba en mi nueva relación y cómo se sentía mi corazón. “Muy bien”, le respondí con una sonrisa; “Se nota”, me dijo él. “No sé ni cómo explicarlo”, continué, “siento esas mariposas de la adolescencia que pensé que estaban perdidas, pero al mismo tiempo siento mucha tranquilidad, mucha paz.” Papá me miró con ojos grandes y me contestó con palabras que no eran de padre, o al menos no del todo; fueron las de un hombre: “Cuando estás con la persona correcta enseguida te das cuenta, lo sientes. Te das cuenta de que estar con el otro no es un esfuerzo. Naturalmente quieres verlo, quieres compartir lo que te pasa y te sientes cómodo, como si conocieras a esa persona de toda la vida. Si comparas con tus relaciones anteriores, ¿puedes darte cuenta de la diferencia?”
“Me doy cuenta”, le respondí sin agregar mucho más, y encapsulé ese instante de sensación de intimidad irrepetible.
Esta pequeña conversación volvió hoy a mí gracias al párrafo de un libro que estoy leyendo. En la historia, los protagonistas se quieren, se necesitan, pero están destinados a ser parte del viaje de cada uno, no el destino en el amor. Como escribió alguna vez Mario Benedetti: “Yo me enamoré de sus demonios, ella de mi oscuridad. Éramos el infierno perfecto.” Así, tal cual así, sucede en esta historia; él lo sabe y le duele. Le rompe el corazón en mil pedazos entender que por más esfuerzos que hicieran, su relación estaba condenada a convertirse en cenizas.
Porque a veces tenía la impresión de que con ella solo me llevaba pinchazos en el corazón innecesarios, dolor de estómago, la sensación de que, por mucho que lo intentara, en realidad había algo que no encajaba, que no iba bien. Aunque yo quisiera, o aunque ella quisiera también. No es tan fácil como eso, ni con intentarlo. Nos desgastamos desde que empezamos, o tal vez desde antes.
¿Puedes darte cuenta de la diferencia?, preguntó papá. Sí, podía. Y al toparme con este párrafo de mi libro, lo entendí más que nunca.
¿Cuántas veces estuve ahí? ¿Cuántas veces forcé historias con final anunciado? ¿Cuántas veces pude sentirlo, pude palpar la angustia de lo que no funciona, y sin embargo ahogué aquellas emociones? A veces, simplemente insistimos en ciertas relaciones porque buscamos rescatar y ser rescatados. Pero, con el paso del tiempo, pude entender con mayor claridad que no necesitamos que nos rescaten. Necesitamos compañeros.
De nuestros demonios, de nuestras inevitables tristezas, de nuestros miedos más viscerales, de nuestros fantasmas del pasado, solo podemos salvarnos nosotros mismos. Nadie más. La vida nos pondrá pruebas difíciles una y otra vez y en cada desafío nosotros seremos los artífices del desenlace. Sin embargo, eso no significará que estemos solos, que no podamos contar con el amor de la familia, el de los amigos y el de una pareja. Pero creo que siempre debemos tener presente que ellos podrán acompañarnos, pero no rescatarnos de nuestras oscuridades.
Tantas veces en la vida hubiera dado todo por extirparle el dolor de raíz a un ser querido. Pero con el tiempo aprendí que ciertos caminos de sanación solo funcionan cuando se transitan en soledad. Entendí que en tiempos de emociones complicadas, no puedo rescatar a nadie, ni puedo ser rescatada. Debemos dejar que las cosas fluyan, sin forzarlas.
Aun en las relaciones que están destinadas a seguir, habrá momentos difíciles personales que le tocará vivir a cada parte; instancias que no tendrán que ver con la pareja. Creo que en esos momentos la clave está en no dejar que nos venza la impotencia de no ser capaces de ser los generadores constantes de la felicidad ajena. A veces, los malos ratos simplemente tocan. Y cuando tocan hay que dejarlos ser y no dejarse llevar por el ego y la ilusión de que podremos ser los grandes rescatadores de penas.
Pero podemos escuchar, podemos abrazar, podemos mimar, o simplemente acompañar en silencio. Podemos ser nosotros mismos y prescindir del impulso de acoplarnos en la sintonía ajena y meternos en el mismo pozo del padeciente. No es fácil, no. Por algún motivo a todos nos atrae un poco eso de ser superhéroes, pero la realidad es que cuando uno sale de un estado de ánimo crítico, el mérito es 100% propio. Al lado, por supuesto, seguro que hubo maravillosos acompañantes. Grandes compañeros que nos ayudaron a florecer.
Hoy me repito las palabras de mi padre, releo el párrafo de mi libro y pienso en ciertas situaciones que están atravesando personas que quiero mucho y, entonces, me pregunto por qué a veces insistimos tanto en relaciones que no fluyen como debieran. Y sí, hoy sospecho que es porque responden a momentos de la vida en los cuales buscamos rescatar o ser rescatados.
“Hoy me siento un poco triste. Supongo que a veces toca y no está mal ¿no?”, me escribió Diego el otro día. Claro que no estaba mal y lo bueno es que no me causó ansiedad; mi paz, esa que le dije que sentía a mi papá, seguía intacta. Por supuesto que quisiera que fuera feliz todo el tiempo, pero también pude sentir que no se trababa de nosotros y, que por más bien que estemos juntos, no podemos ser los proveedores de la felicidad constante del otro. Todos tendremos días buenos y días malos, la vida no es perfecta, las realidades no siempre son las ideales, las cosas pasan, y hay sentimientos inevitables que transitan por fuera del hecho de estar enamorados.
Por eso, en vez de rescatarlo, simplemente lo dejé ser. Cuando lo vi, nos abrazamos fuerte y al rato los dos nos estábamos riendo a carcajadas de anécdotas de la semana y, en sus ojos, ya había salido el sol. Estados de ánimo sin sabor a desgaste.
Y en mí, la sensación de tranquilidad de lo que fluye; como si nos conociéramos de toda la vida.
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