En el transcurso de la tarde del miércoles 31 de mayo, he podido escuchar parcialmente los diferentes discursos pronunciados por los Cancilleres de la región, que fueron convocados por la Organización de Estados Americanos (OEA), para tratar el caso venezolano que ya está mostrando signos de preocupación por el excesivo uso de la fuerza y la desesperación de un pueblo que no solo busca alimentos y medicinas, sino la convivencia pacífica, pleno estado de derecho y respeto a los derechos humanos.
Se trata de una reunión en el marco de sus estatutos constitutivos regulares y no de la Carta Democrática, que tiene otras connotaciones, aunque para el efecto, sin las sanciones que pudieran darse en este marco, conlleva aspectos ético morales que tienen importancia, motivo por el cual se presentó Venezuela para asumir su defensa, pese a que hace poco se retiró de este organismo con voz altisonante, mostrando una actitud festiva y desafiante, como si se tratara de un acto soberano y patriótico de qué enorgullecerse, cuando en realidad solo se puede calificar de infantil e inmaduro.
Como era previsible existen algunas voces de rechazo a esta iniciativa, que obviamente son muy pocas y contadas, que no tuvieron otro camino que cuidar algunas formas, ya que no hubiera sido muy plausible que muestren un franco apoyo ante un evidente cuadro de atropello a la democracia y abuso a un pueblo que no tiene el poder de la fuerza, ni los medios para defenderse, salvo su protesta callejera y sus gritos de impotencia y desesperación. Es difícil defender lo indefendible, mucho peor cuando se pretende representar a sus respectivos pueblos, que también están temerosos de que se produzca un fenómeno semejante a Venezuela, pero en su propio territorio, posibilidad que no es muy remota, especialmente cuando se vive tiempos de “vacas flacas” y despilfarro.
Los discursos de la mayoría de los cancilleres ha sido muy cuidadoso en sentido de respetar una discutible soberanía y libre determinación de parte de cada Estado, en este caso de Venezuela, cuando en realidad es el mismo pueblo que está siendo vulnerado intrínsecamente en su soberanía interna, haciendo uso de cualquier patraña “legal” como cualquier abogado chicanero. Lamentablemente, se está dando un cuadro donde la diplomacia se doblega nuevamente a la imposición de la fuerza, ya que no hay ninguna posibilidad de arreglo o componenda interna, sea bajo la influencia de actores externos que tengan carácter internacional o de “países amigos” para componer los problemas en una mesa de negociación.
Sencillamente, porque esta opción ya ha sido descartada de antemano, precisamente porque ya no existe la voluntad política de parte del gobierno, de encaminar sus actos por el sendero de las leyes y el estado de derecho, como tampoco existe la mínima confianza de la oposición para creer en su palabra, peor aun cuando el pueblo está en las calles sin miedo a que lo maten, encarcelen o estropeen físicamente.
Hay que recordar que en los sistemas democráticos, la soberanía personal del monarca se ha cambiado en soberanía nacional o del pueblo, la cual reside en el pueblo a través de los órganos que lo representan, los cuales en el caso de Venezuela han sido subordinados al autoritarismo o han sido anulados de su vigencia, como ocurre en otros casos en los que esta situación está enmascarada.
En las constituciones del Siglo XXI pareciera que intencionalmente se ha creado una confusión entre lo que es una democracia representativa y la participativa, de modo que para la legitimación de los actos de gobierno se utiliza ambos de acuerdo a la conveniencia del momento. El pueblo, es decir, el conjunto de los ciudadanos, ¿gobierna realmente? No, porque ello no es posible; pero sí participa de alguna forma en el gobierno al hacer uso de su voto. Es fácilmente comprensible que en un estado de millones de ciudadanos, los mismos no pueden gobernar por sí mismos; no pueden decidir los complejos asuntos de gobierno en materia internacional, económica, militar, social, etc.
Por otra parte, para que existan pesos y contrapesos en la sociedad es básico que exista la división de poderes. Desde Montesquieu (Revolución Francesa) se viene repitiendo que la acumulación de todas las funciones de gobierno en una sola mano equivale a suprimir la libertad, a establecer una tiranía. De que, por lo tanto, la división de poderes es uno de los caracteres fundamentales de un país republicano, sea cualquier connotación que se le ponga, ya que no pasa de ser un simple calificativo o adjetivación intrascendente. Lo importante, es saber que si no hay independencia de poderes, no hay Constitución, como fue sentenciado por este ilustre personaje pensador y revolucionario.
En su pensamiento sobre el poder sostuvo: “En cada Estado hay tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las que dependen del derecho civil. Por el primero, el príncipe, o el magistrado, hace leyes por un cierto tiempo o para siempre, y corrige o deroga las ya establecidas. Por el segundo, declara la paz o la guerra, envía o recibe embajadas, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los crímenes o juzga los diferendos entre los particulares. A este último se lo llama poder judicial y al otro, tan sólo, el poder ejecutivo del Estado”.
“Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de la magistratura, el poder legislativo se une con el poder ejecutivo no existe libertad y se puede temer que el mismo monarca o el mismo senado sancione leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente”.
El Ing. Com. Flavio Machicado Saravia es Miembro de Número de la Academia Boliviana de Ciencias Económicas.
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