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Una de las audiencias legislativas más esperadas de los últimos tiempos trajo un dilema para los casi 19,5 millones que vieron su transmisión por TV. ¿A quién creer? ¿A Donald Trump o al director del FBI que el Presidente había despedido semanas antes? La balanza de la credibilidad se inclina al lado del funcionario dimitido, que había escrito apuntes sobre sus encuentros con el presidente y, temeroso de que Trump pudiese ofrecer una versión tergiversada, decidió filtrarlos y llegaron a The New York Times.
James Comey decía en sus notas que Trump, tras poco de su posesión, le había dicho que esperaba que abandonase la investigación en curso sobre el asesor de seguridad Michael Flynn, quien había sido echado del cargo tras resultar evidente que mintió al vicepresidente Mike Pence sobre sus relaciones con Vladimir Putin y otras altas autoridades de Rusia e, incluso, sobre su labor como asesor pagado muy bien del gobierno turco que se había esmerado en ocultar. Trump, dijo el ex director del espionaje estadounidense, le había dicho que la investigación en torno al ex hombre de confianza debía cesar. El argumento central para ayudar al ex asesor fue que, después de todo, Flynn era “un buen tipo”.
Comey contó a la comisión senatorial ante la que declaraba el martes pasado que se sintió atribulado porque percibía que las palabras del presidente eran una orden que él, por razones éticas, no debía cumplir. Al final, las revelaciones de la prensa estadounidense fueron tan abrumadoras que Trump no tuvo más que despedir a Flynn. Fue el segundo despido del general, pues tres años antes había sido dimitido por Barack Obama.
Trump no había cumplido un mes en el mando y su piso empezaba a sacudirse ante las revelaciones del Washington Post sobre los contactos de Flynn y de otras estrellas de su administración (incluso su yerno, Jared Kushner) con los rusos y el temor creciente de graves conflictos de intereses de la nueva administración por esas conexiones, en gran medida cementadas por vínculos de negocios. Un grueso telón de fondo de todo el imbroglio era la sospecha esparcida en todos los ámbitos estadounidenses de que los rusos estuvieron activos en interferir en las elecciones presidenciales de noviembre pasado para favorecer a Trump y perjudicar a Hillary Clinton. Esa sospecha, que Comey endosó reiteradamente durante su declaración legislativa, era condimentada con la admiración que Trump había expresado por Putin.
Al Presidente le irritó que Comey hubiese tomado notas de sus conversaciones y montó en cólera al saber que habían llegado al público norteamericano. Sus abogados dijeron que la declaración del ex espía en jefe de Estados Unidos era ilegal y, por tanto, enjuiciable. La respuesta de Comey fue que su proceder se basaba en “el carácter y la naturaleza” del personaje. Es decir, creía que Trump era un mentiroso contumaz y buscaba protegerse.
Ciertos antecedentes notables podrían apoyar el razonamiento del ex jefe de espías. En campaña, dijo que Barack Obama no era norteamericano, pero debió recular ante los certificados de nacimiento que mostraban que Obama nació en Haway. Después afirmó que la multitud que asistió a su posesión el 20 de enero era más numerosa que la de todos sus antecesores, especialmente de Obama, George W. Bush y Bill Clinton. También reculó cuando los medios reprodujeron fotografías comparativas de esos eventos y las de Trump mostraban amplias áreas vacías. Fue en esa disputa que nació el término de “verdades alternativas” que muchos rechazaron de plano porque se supone que la verdad es solo una, sin alternativas.
Los asesores del Presidente dijeron airados que el mandatario no mentía. Algunos medios recordaron que algo similar había dicho Richard Nixon y poco después era caricaturizado con una nariz enorme. Bill Clinton también había afirmado que no había tenido relaciones íntimas con Mónica Lewinsky. Después reconoció que sí, y pidió perdón. Para entonces, los estadounidenses ya se habían formado una opinión sobre él y los diseños críticos también lo presentaban con una nariz gigante y puntiaguda.
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