Algo más que palabras
Aún no hemos aprendido a decir fuerte y grave, ¡no al Dios dinero!, ese que nos mueve a su antojo y capricho. Lo hemos endiosado tanto, que forma parte de nosotros como la única razón de vida, hasta el punto de que todo tiene un precio en este mundo de capitales, incluido el propio ser humano. Deberíamos haber aprendido que hay cosas que el peculio no puede comprar. No tiene sentido ese apego a algo que nos destruye, máxime cuando hacemos un uso desfigurado del mismo, pues en lugar de contribuir a progresar, nos retrotrae a tiempos pretéritos de inútiles batallas, de hermanos contra hermanos, de familias contra familias.
Pongamos como reflexión, el misterioso negocio de los mil artefactos, creciendo como jamás, mientras la ayuda destinada a la educación ha disminuido durante seis años consecutivos. En 2016 alcanzó sólo 12.000 millones de dólares, un 4% menos que en 2010, revela un estudio reciente de la Unesco. Está visto que nos queda mucho por asimilar, ya que lo importante no es que los caminos se nos abran por nuestra riqueza, sino que hagamos el itinerario en función de nuestra entrega a los demás, y no en función de la fortuna.
Para desgracia de toda la humanidad, hace tiempo que el mundo ha dejado de educar a sus descendientes, a los que les hace aprender lenguajes diversos, pero no la verdadera expresión que nos humaniza, y que no es otra que el donarse. Ojalá que los sistemas educativos fuesen más corazón que ideas, más alma que contenidos, cuando menos para poder relacionarnos entre nosotros, más allá de las riquezas y la posición económica. Es tan profundo el endiosamiento de las finanzas, que somos una generación perdida, totalmente enclaustrada por el poder del patrimonio, sin apenas libertad alguna. Toca despertar y dar culto a la poesía.
El dinero nos corrompe, nos vicia y envicia hacia horizontes verdaderamente sanguinarios. Hemos caído en el timo del dios dinero. Ahora toca reponerse y tomar empuje hacia otro modo de ver las cosas. Para empezar, si en verdad queremos aprender a convivir en un mundo global, hay que despojarse de la codicia y ponernos todos en camino de ayudarnos, pues como ya en su tiempo decía el filósofo chino Confucio (551 AC-478 AC): “donde hay educación no hay distinción de clases”.
En consecuencia, rechazo totalmente a los voceros que no hallan efectivo para educación, sanidad, u otros bienes y servicios básicos; y, sin embargo, lo encuentran para avivar contiendas, comercializar armas o invertir en las doctrinas del endiosado caballero don dinero. Subsiguientemente, de nada sirve que la economía global crezca, sino se redistribuye, definiendo metas, diseñando redes de protección social, para que cualquier iniciativa llevada a cabo, imprima un buen resultado. Téngase en cuenta, además, que por ese afán de voracidad de algunos ciudadanos; la tierra, la biodiversidad, los océanos, los bosques y otras formas de capital natural, se están agotando con un ritmo sin precedentes.
Desde luego, nos falta amor y nos sobran intereses. En ocasiones, somos tan ingenuos que pensamos que el bolsillo, por sí solo, nos va a sacar de esta crisis de humanidad, obviando el amor que es, realmente, la verdadera fuerza del cambio. Sospechen, por tanto, de aquel que piensa que lo metálico puede hacerlo todo, cabe desconfiar de sus palabras, pues será capaz de hacer cualquier cosa por atesorar más dividendos para sí y los suyos.
Tras esta actitud egoísta, que suele rechazar toda ética-moral, difícilmente vamos a poder cooperar en la creación de una economía mundial más perdurable e inclusiva. Todo lo contrario, la igualdad de oportunidades varía de unos lugares a otros y, de igual modo, la distribución equitativa de la carga no pasa de ser un sueño imposible, ante los efectos destructivos de la corrupción. Quizás para salir de este espíritu de podredumbre, tengamos que pasar de los esquemas trazados y reinventarnos otra manera de vivir más humilde, menos poderosa y más de servicio, porque los ilícitos explotan a los que no pueden defenderse y esclavizan.
La mística española Santa Teresa de Jesús (1515-1582), lo tenía claro: “No me vendo, es el único lujo de los pobres”. Este es un buen y esplendoroso propósito. A pesar de ello, la trata de personas continua siendo uno de los negocios ilegales más lucrativos. Ya me gustaría, por ende, que borrásemos de nuestro espacio este mercado de compraventa de vidas humanas, que lo único que hacen es acrecentar una cadena viciosa de inhumanidades, que nos lleva a la perdición total.
El autor es escritor.
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