Augusto Vera Riveros
La profusión de críticas y descalificaciones que ha merecido y cada vez con más intensidad merece la Carta constitucional, entre otros motivos, respecto a la elección de magistrados prevista por los Arts. 183, 189 y 199, no ha dado tregua al desencanto que la innovación supuso en nuestro sistema no solo electoral; principalmente en nuestra legislación, cuya primacía la hace de preferente aplicación.
En consecuencia, las siguientes líneas no están orientadas a abundar en los desaciertos de la Asamblea Constituyente que la puso en vigencia en 2009, o de los de la Asamblea Legislativa Plurinacional y la forma de preselección y otras determinaciones para la renovación de los magistrados y consejeros vinculados a la justicia en el más alto nivel de nuestro Estado.
Por definición, el sistema electoral es el conjunto de medios a través de los que la voluntad de los ciudadanos se transforma en órganos de gobierno o de representación política. Así ha funcionado en todas las legislaciones importantes del orbe y en nuestro propio país, hasta la abrogación de la CPE de 1967. Con mucho más que infortunio, la nueva Carta Magna adopta un sistema de elección del mayor rango de jueces en el país, a través del voto universal que filosóficamente es el más craso error en que un Estado pueda incurrir si lo que se quiere es tener jueces probos tanto en sus méritos profesionales como en su solvencia moral, sin distinción de orden.
Y es que el sufragio universal conceptualmente está diseñado, pensado y destinado al mandato que han de ejercer, en una democracia representativa, tanto los gobernantes, como los representantes del poder político (Órgano Legislativo). Luego, el Presidente, el Vicepresidente y asambleístas nacionales entre los mandatarios más importantes obedecen, indudablemente, a una representación de los intereses políticos, económicos y ciudadanos en general, que justifican el sufragio universal, en tanto y en cuanto el pueblo no delibera sino a través de aquéllos, salvo los mecanismos de democracia directa y participativa que son de excepción.
Los magistrados de la justicia en un Estado no representan intereses de nadie, porque técnicamente son representantes de la ley y de su aplicación traducidas en la administración de la justicia, y por tanto de ninguna mayoría o minoría votante; puntualización que se hace en virtud a que en un país democrático, ninguna mayoría es más merecedora de recibir justicia que las minorías. Mucho menos es técnicamente viable esta forma de elegirlos, si las reglas vigentes no permiten que los candidatos puedan hacer campaña electoral, que es la única forma de que el electorado pueda conocer, aunque sea superficialmente, a los elegibles. Entonces, quién puede dudar de que los preseleccionados estén sometidos siempre a intereses políticos. Tampoco se puede discutir que el cumplimiento de la Ley de Leyes es obligatorio, pero la elección del poder político de ternas elaboradas por universidades, colegios de abogados, organizaciones cívicas y otra naturaleza de ateneos, será el mecanismo idóneo para tener jueces que gocen de la confianza de la sociedad.
Ni cuoteo ni monopolio. Nada justifica esta tristemente novedosa forma de legitimar a nuestros jueces. La psefología no ampara sufragio universal para esta categoría de autoridades, porque su elección fatalmente será política, y aunque entre los ganadores hubiera alguno que merecidamente ostente el grado de supremo juez, será persona de la que nada se conoce.
El autor es jurista y escritor.
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