Desde la época del Mariscal Andrés de Santa Cruz el Estado boliviano tiene la curiosa costumbre de imitar las instituciones y los códigos más avanzados de los países desarrollados, pero esto no modifica el funcionamiento cotidiano de la burocracia estatal ni tampoco la cultura política de la población. Nuevas instituciones y leyes no han servido para que el Estado y la sociedad se modernicen profundamente. En este sentido las rutinas de la nación en todos sus estratos sociales han cambiado poco con el paso de los siglos.
Las cosas que verdaderamente hacen falta son una ética laboral moderna, un servicio civil aceptable y, sobre todo, más racionalidad y seriedad en las relaciones sociales. Hay que reducir la tradicional cultura política del autoritarismo, limitar el dilatado espíritu provinciano y modificar las usanzas burocráticas. Hay que fomentar una atmósfera general de trabajo, honradez y confiabilidad, es decir una mentalidad general diferente de la que aún predomina. Algunos pueden afirmar que este designio no es factible ni deseable, pues significaría al mismo tiempo la pérdida de la identidad nacional. Pero como seguramente no existe una esencia indeleble e inmutable del carácter colectivo boliviano, podemos construir una identidad social basada en una ética laboral y una lógica política más razonables que las actuales, y ello sin menoscabo de los intereses mayoritarios de la nación. Admito que se trata de una obra titánica -una gran reforma educacional y cultural-, que tomará varias generaciones hasta que se vislumbre resultados tangibles. Pero hay que dar ahora los primeros pasos.
Se puede comenzar fortaleciendo los elementos meritocráticos en el Estado boliviano. El país requiere de una élite bien formada que sepa definir políticas públicas de largo aliento, que se guíe por preceptos éticos, que posea una cultura humanista y algo de comprensión por la estética pública. Esto contribuiría a aminorar tres defectos de toda democracia: (1) el carácter manipulable de las masas votantes, (2) la distancia entre democracia practicada y talento profesional y (3) la conformación de oligarquías burocráticas en todo sistema social complejo.
Un régimen democrático y un gobierno legalmente electo pueden cometer excesos y tonterías de todo tipo. Sistemas demagógicos y hasta despóticos pueden ser legitimados por elecciones de amplia participación popular y por la seducción de los votantes mediante los medios masivos de comunicación, sobre todo la televisión. De ahí emerge el peligro de un totalitarismo moderno. Hay que promover los elementos meritocráticos porque las elecciones democráticas para los puestos más importantes del Estado no han dotado a estos cargos de personajes más talentosos, inteligentes, innovadores o simplemente más aptos que los sistemas no electivos. Y con ello se desvanece uno de los argumentos más vigorosos de la racionalidad estrictamente democrática.
Las tendencias indianistas e izquierdistas dicen representar a las clases explotadas y a los sectores étnicos marginados secularmente; pretenden introducir una democracia “real” y no meramente “formal”. Pero es muy posible que estos partidos terminen generando en su interior oligarquías altamente privilegiadas, pero justificadas por los ingenuos y mal informados adherentes, proclives a ser manipulados fácilmente por las astutas jefaturas y por los caudillos carismáticos. Las opiniones mayoritarias sobre los recursos naturales y sobre la situación del medio ambiente nos muestran las consecuencias nefastas que se derivan de los siguientes factores combinados: emociones colectivas, prejuicios de vieja data, escasos conocimientos de los sucesos históricos, simplificación de una compleja realidad económica y política e intensos anhelos de progreso material, pero de contenido confuso.
El meollo del problema es profundo. Tiene que ver precisamente con un proceso mundial de democratización acelerada, con anhelos de mejoramiento material que no reconocen limitaciones y con una declinación de las normativas racionales, entre las que se encontraban la austeridad, el fomento de la alta cultura, la mesura en el ejercicio del poder y la planificación de largo aliento. Los diversos sectores de la clase política boliviana, hija de grupos ambiciosos de los estratos medios, a quienes escrúpulos éticos y conocimientos estéticos les son indiferentes, no poseen las cualidades que son imprescindibles para construir una gran nación. Los líderes insurgentes no son básicamente diferentes. Si proseguimos en Bolivia con las rutinas y las convenciones de siempre, no lograremos superar el marasmo contemporáneo, signado por la apatía de amplios sectores sociales y la picardía de las élites convencionales.
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