Todo ismo en política, economía y sociología es sinónimo de exclusión, porque es como una religiosa ortodoxia, y todo dogmatismo es inaplicable a las realidades, tan cambiantes y movedizas. Si os fijáis bien, los modelos sociales y políticos que han triunfado en la historia han sido aquéllos que han logrado integración, solidez y fijeza, modelos que entrañaban criterios y sentidos de amplitud y unificación. La historia enseña que el practicismo siempre termina imponiéndose frente a la utopía. Esto por una situación sociológica de las adaptaciones del ser humano, y es que las cosas inamovibles y cerradas difícilmente pueden ser aceptadas por el hombre, cuya naturaleza no tolera la restricción ni la prohibición.
Probablemente el único ismo relativamente saludable, con matices caracterológicos de amplitud y con una alta dosis de valores de liberalismo, sea el nacionalismo, un nacionalismo democrático, celoso de los valores, la cultura y la conformación sociológica de una jurisdicción geográfica. El nacionalismo es un catalizador de los vínculos intangibles de una sociedad, y es también un cohesionador infalible. Es un promotor del orgullo nacional. Y la nación existe en todo territorio en el que permanece en el tiempo una sociedad. La concienciación del nacionalismo solo se obtendrá a través de la educación en nuestras escuelas y universidades, pero éste ya es otro asunto.
Continuemos.
Para mí, el feminismo debiera ser un valor de soberanía de la inteligencia más que cualquiera otra cosa. Aunque el término feminismo por sí mismo conlleva ya un tono reivindicacionista que pone a la defensiva a varios que lo oyen, creo que las personas que integran estos movimientos extremistas, y principalmente las denodadas y temerarias féminas que los encabezan, debieran fijarse en las premisas (en verdad, ¿es preciso hablar de premisas?) formuladas por auténticas feministas, premisas que se las ve más en los hechos que registra la historia de unas cuantas mujeres que en un código escrito y formal que acaso jamás haya sido compuesto de forma coherente.
Yerran quienes se disfrazan con brillantina, dejan desaliñados sus cabellos y exhiben las desnudeces de su cuerpo si creen que de esa manera combaten al machismo. Hacen mal las que garrapatean pancartas para infamar al sistema opresor e injusto y a los varones. Aran en el agua las que se crucifican en las calles y llenan de sangre sus rostros cuando sucede el asesinato de un ser humano (el término feminicidio debiera desaparecer) si creen que ésa es la mejor forma de ir en contra del patriarcalismo injusto. No hacen bien las que condenan al Dios en su esencia, porque ese Dios ha sido siempre el mismo, y fueron las religiones las que malograron su imagen. Porque al hacer todas esas cosas, hacen más patente la desigualdad, y en consecuencia ahondan la brecha de diferencia psicosociológica entre varones y mujeres, brecha que ha existido ciertamente desde que apareció el primer ser humano sobre la tierra.
Si anhelamos una sociedad justa e igualitaria, también se tendrá que modificar, por ejemplo, el parágrafo II del Art. 15 de la Constitución Política, que dice: “Todas las personas, en particular las mujeres, tienen derecho a no sufrir violencia física, sexual o psicológica, tanto en la familia como en la sociedad” (digresión: en vez de “o” debiera ir “y”), porque absolutamente todos los seres humanos tenemos el mismo derecho a no sufrir ultrajes ni violencias, y no debe haber particularismos de ningún tipo.
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