Recuerdos del valle

Yuri Mirko Ríos Madariaga


El terópodo pétreo con mandíbula real es la “estrella” del museo.
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Las ocurrencias de don David Gonzales eran capaces de arrancarle una sonrisa a cualquier mortal. Nadie creería que detrás de esa seriedad que muestra al inicio de cada recorrido, se escondía su “otro yo”. Aconteció un sábado de enero. El cerro Wayllas al oriente fusionaba sus tonos con el manto azul del infinito. Por cerca de tres horas sus rocas milenarias fueron testigos mudos de la interacción entre él y nuestras familias Encontrarlo fue un golpe de suerte, pues siempre se va a Cochabamba. Estaba sentado en su balconcito con la mirada fija en el horizonte. Lo interrumpimos y con la amabilidad que le caracteriza nos recibió. Se convirtió en nuestro guía de honor hasta el final. Don David es un personaje destacado en Toro Toro, es el creador de Pachamama Wasi, un museo único en el mundo. El cómo llegamos allí fue algo casual, o mejor dicho, no lo planificamos para esa tarde. Las vagonetas al gran Cañón, la caverna de Umajalanta y la ciudad de Itas colapsaron por la multitudinaria presencia de turistas nacionales y extranjeros. Así, surgieron tres alternativas llamativas y cercanas a la vez: las huellas de dinosaurios, la tienda de artesanías o el museo lítico. Por mayoría de votos ganó el museo. No nos arrepentimos. Una callecita a medio empedrar, pero repleta de casas coloniales, acoge a esta obra maestra. Mientras recorríamos los ambientes, nos contó con lujo de detalles la historia de las reliquias ex-puestas. Fue entonces que imágenes remotas desfilaron en nuestras mentes: eras geológicas, ca-taclismos, mares y continentes perdidos, aves y mamíferos extintos, y por su-puesto dinosaurios. La mirada penetrante del terópodo pétreo con mandíbula real parecía “vigilarnos” estático en la entrada del patio, nada que objetar, era la “estrella” del mu-seo. El par de meteoritos negruzcos y esféricos a semejanza de bolas de boliche continuaban a la intemperie junto al coprolito de dinosaurio con forma de sándwich. Fósiles marinos sobre una mesa pétrea y siluetas de seres prehistóricos como pintados en la pared completaban el escenario de la sala principal. Sin embargo, la meta (planificada desde La Paz) apareció de repente en esta sala y no eran otra cosa que las preciadas macetas recubiertas de piedritas torotoreñas. Don David espontáneamente alzó una y nos la ofreció como si adivinara que la apetecíamos. Aceptamos sin regateos, maravillados. Total, “era el recuerdo perfecto del museo y de Toro Toro”, como lo dije en una anterior nota. De pronto, don David siempre tan afable se esfumó por algunos minutos. Apareció con un títere, sí, un genial ¡títere velociraptor de goma! con el que se puso a bromear sobre nuestras cabezas. Las fo-tos llovían y atrapaban ese singular momento. La familia de la “Sole” (como la alcaldesa de El Alto y la cantante argentina) también gozaba hasta más no poder (los conocimos en el viaje, pero ¡qué lindas gentes!). En la última sala leí en voz alta –a petición del anfitrión– un fragmento de uno de sus libros favoritos, guardaba una reflexión para el alma. Cuando menos lo esperábamos, una corriente de aire frío irrumpió por la puerta de madera, anunciaba que el día sucumbía sin remedio. Las parabas frente roja ya surcaban en el cielo rumbo al gran Cañón. Era hora de marcharnos. Salimos satisfechos y muy agradecidos. La siguiente jornada sería “dura”, pues visitaríamos la ciudad de Itas.

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