Leyenda ecuatoriana
José de la Cuadra
A orillas de uno de los ríos más caudalosos y afluentes del Pacífico en Ecuador, poseía una rica hacienda de ganado doña Asunción Velarde, viuda a la sazón, de cuyo matrimonio, un poco fracasado, habíale quedado un hijo –Felipe Santos–, mocetón ya.
Alto de estatura, robusto de complexión, ingenuo y limpio de alma; bravo, noble, leal, trabajador esforzado, Felipe era la propia vida de su madre, que le quería ciegamente, más que a su existencia misma, más que a su misma salvación.
Y no estaba mal pagada en su amor de madre; pues Felipe correspondía a sus afanes, con una entera dedicación de sí al cuidado de la anciana.
Descendiente de una clara familia procera, doña Asunción guardaba como un tesoro cordial su fe católica, diáfana de dudas, pura y tranquila, reposada y serena. Y adoctrinó al hijo en su fe, y le transmitió su ardor de adoratriz, con la unción de quien hiciera una última invaluable donación.
Felipe –al igual que su madre– fue católico. Leal en esto, como en todo lo suyo.
En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas al unísono, se sentía alentar la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de aquellas existencias unánimes; como si una excelsa bendición se extendiera dulcemente sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda. . .
Pero el drama había de sobrevenir, y sobrevino.
Una tarde, la correntada arrebató a Felipe entre sus ondas, cuando, en compañía de varios peones, hacía atravesar el río a una manada de reses.
Fue algo violento. Probablemente –explicaban los peones–, el caballo en que montaba, hizo al nadar, algún brusco movimiento que sacó al jinete por las ancas; el peso de las grandes botas rodilleras le impidió mantenerse a flote. . ., y la correntada hizo lo demás: Felipe desapareció.
Al recibir la noticia, la madre enloqueció. Su dolor exasperado, fue más grande aún en la imposibilidad de encontrar el cuerpo del hijo amadísimo, para darle sepultura en sagrado; porque fueron vanos los esfuerzos que se hicieron para recuperar de las traicioneras aguas el cadáver del joven.
Y el sufrimiento de doña Asunción se renovaba cada día,
Al imaginar que, allá abajo, en el lecho profundo del río, entre el légamo pegajoso, los peces de afilados dientes devorarían la carne adorada. . .
Entonces fue cuando concibió la extraña idea. . . No; no era dable que su Felipe careciese de cristiana sepultura. Y, ya que esto, en verdad, no estaba en su mano, alguna forma buscaría para hacer que hasta él llegara la mansa protección del santo madero.
Mandó trabajar una cruz de fino tallado, alta de un metro, con un flotador en el pie; de suerte que pudiera mantenerse erguida sobre el agua. . . Y la lanzó al río.
Pensaba que, algún día, pasaría por sobre el cadáver de su hijo, que yacería acaso, quién sabe en qué lugar del fondo.
La correntada arrastró la cruz flotante. Durante meses, casi no se alejó de las inmediaciones de la hacienda; luego, alguna marea fuerte la llevó lejos, y doña Asunción no supo más de aquella última y singular ofrenda al hijo perdido.
Quienes solían trajinar por aquella zona, y hasta los cuales, un poco desfigurada, había llegado la rara historia, al ver la cruz ir y venir al capricho de las mareas, la rodearon de un fantástico halo de superstición.
Aseguraban unos, haberla visto navegar contra corriente. Afirmaban otros, que tenía don de ubicuidad, y que tan pronto estaba en la desembocadura al mar, como en las altas fuentes de los nacimientos fluviales.
En cierta ocasión, la cruz salvó a una mujer que estaba ahogándose, y para la cual fue propicio y desesperado asidero. Y esto –que bien pudo atribuirse a la casualidad– dio margen para que las gentes crédulas de las riberas tuvieran como dogma de fe, que la cruz aparecía milagrosamente, siempre que alguien estaba en trance de perecer en las aguas.
Circundada de superstición, la cruz que buscaba al ahogado, fue tenida en respeto; lo que impidió que alguien malignamente la atrapara. Diz que, una vez que esto acaeció, animada de extraordinario impulso, escapó de entre las manos que pretendieron retenerla.
Y así, durante meses, durante años –muchos, según la versión popular; apenas dos, en realidad–, el madero fue por los ríos, sin parar nunca, fantástico navegante. . .
Pero, un día, se detuvo al fin, cansada de su largo peregrinar, enredada en una mancha de lechugas acuáticas, junto a la ribera. Alguno, sabedor del objeto a que estaba destinada, la desenredó para que pudiera libremente tornar a su fúnebre viaje; pero, a poco, la cruz volvió otra vez, porfiadamente al mismo lugar.
A oídos de doña Asunción llegó la nueva de que la cruz había cesado de viajar.
–¡Es que la ha encontrado! –dijo, convencida.
Se trasladó al lugar donde se había detenido el errante madero, y dispuso que algunos peones bucearan el fondo. . .
Allí, en dirección perpendicular a la cruz, estaba el esqueleto de Felipe, casi enterrado en el limo, sujeto entre unos palos sumergidos. . .
Tomado de Almanaque ilustrado “Hispano – Americano”.
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