No sé si será el envejecimiento lo que impulsa a que las personas quieran recordar el pasado, pero, si es así, en mi caso trato de rememorar los lugares o los momentos donde fui feliz. Por suerte las circunstancias felices han sido infinitamente mayores a las pocas veces que me sentí desventurado, si alguna vez tuve esa sensación.
La Paz fue una ciudad donde me sentí feliz. Antes de ir a la escuela en Santa Cruz hice unos años de la primaria en el colegio Mariscal Braun, de donde guardo amigos hasta ahora. Mis recuerdos de entonces son vagos, pero no olvido cómo iba a pie hasta el colegio desde mi casa que estaba en el actual pasaje Ballivián y cómo después tenía que atravesar la plaza Abaroa cuando nos trasladamos a la calle Pedro Salazar. La plaza es lo que más recuerdo, desde los juegos de pelota con mis amigos, hasta las salteñas pequeñitas de las Romero, que devorábamos. Y por supuesto a la Chic, cerca también, donde empecé a mirar a las niñas bonitas de mi edad, que abundaban. El colegio fue duro, con profesores alemanes exigentes, donde, seguramente que por mi mal comportamiento, recibí más de un tirón de orejas. Por entonces los papás no se atrevían a reclamarles a los maestros germanos por algún tortazo que recibiera algún hijo.
Cuando regresé joven a la universidad en 1966, me sentí reencontrado con la ciudad, que no había cambiado mucho. Ese clima fresco y soleado me encantaba. Aire puro, cielo azul, con cerros poblados de casas y más arriba de nieve. Iglesias coloniales, casas republicanas, estrechas callejuelas por donde transitaban los conspiradores contra la Corona, todo estaba ahí.
En la UMSA estudié poco y cuando cursaba el tercero de Derecho, me presenté a una convocatoria para ingresar al Servicio Exterior. Por entonces se exigía el segundo año de universidad vencido y un examen con cierto rigor ante un tribunal de diplomáticos serios que sabían de su oficio. No funcionaba la Academia Diplomática y se ingresaba a la carrera con el rango de tercer secretario.
El canciller era el coronel Joaquín Zenteno Anaya y el subsecretario don Walter Montenegro. La Cancillería ocupaba la vieja casona que perdura en una esquina de la plaza Murillo -ahora ensombrecida por una horrenda y amenazante torre- y ahí trabajábamos no más de cuarenta funcionarios diplomáticos y otro tanto de personal de secretaría. Había tres automóviles que utilizaban el canciller, el subsecretario y otro para el Protocolo. La pobreza del Ministerio correspondía con la miseria nacional y los sueldos de hambre eran su fiel reflejo. Un pan con una taza de té era todo lo que se servía en la tarde, aunque algunos escapábamos a media mañana a comer a la rápida una salteñita en la esquina.
La vida era muy amena, con aire de provincia, aunque Bolivia vivía siempre al borde de la quiebra o del golpe de Estado. En la ciudad se podía estacionar en cualquier lugar, hasta en la propia plaza. No se sabía de marchas ni de bloqueos abusivos, salvo los desfiles cívicos o las procesiones a lo que los paceños son tan aficionados. Jamás se oía explosiones de petardos y menos de dinamitas. Éramos ignorantes como hoy, pero había respeto hacia la ciudad.
Obrajes y sobre todo Calacoto se poblaban con muchos de los vecinos de Sopocachi. No había restaurantes lujosos, pero se comía bien en el Club Alemán, el Pasapoga, La Casa de España, Los Escudos, el Club de La Paz, y camino de Aranjuez en Los Lobos. Además estaban los lugares populares como Las Velas en el parque de Los Monos, y en la plaza Alexander “La Salud”, irónico nombre donde los sabrosos chorizos y fricasés podían matarnos, en medio de gritos, ahora que estamos viejos. Ni qué decir del plato estrella del bar Oruro: tripitas y riñoncitos picados con huevo frito.
En La Prensa, Los Alemanes Libres, el Pullman y otros muchos boliches se bebía y se jugaba cacho hasta que los borrachos empezaban a recordar agravios y era hora de emprender la retirada. La terraza del hotel Copacabana era otro punto de encuentro de medio día, con balones de cerveza helada, cuando el sol paceño hacía que uno buscara cobijo bajo las sombrillas. Pero el Giorgíssimo de la Loayza fue el insuperable cenáculo de amigos queridos y de buenos tragos que nos trae tambaleantes recuerdos. Era casi un club de amigos.
Había lugares para bailar en la oscurana como El Moulin Rouge y el Flamingo, en la Calle Honda. Y para llevar a las enamoradas “con declaración” estaba la iluminada “boite” del hotel Crillón. Y había las tardes bailables en el Galey en los altos del cine Tesla. Después aparecería el Hipopótamo en la plaza de Obrajes, lugar memorable para muchos amigos de la Cancillería.
Para asuntos mayores no existía nada apropiado dónde ir en La Paz, salvo el incombustible local del Montículo, que atemorizaba a las parejas desde que una vez fue tomado por estudiantes de la UMSA, fanáticos enemigos de lo que llamaban “placeres burgueses”, cuando se llevaron los carnets de los espantados amantes. El pánico que causaron fue terrible, pero más pudo el amor. El sitio no dejó de funcionar y por el contrario en las noches se formaban colas de autos que llegaban casi hasta la gasolinera de la plaza España.
Así de linda era La Paz de los años 70, alegre, optimista, seductora, donde a todos los compatriotas se los recibía con cariño, cuando el racismo y los odios sociales no cabían.
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