Víctor Marie Hugo es uno de los más virtuosos escritores y seres humanos de todos los tiempos. En la historia de la vida hay cosas y seres que merecen más que palabras; son de ésos a quienes ni el elogio condensado en los más bellos adjetivos de todos los idiomas del hombre podría hacerles justicia. ¿Quién dice y transmite más? ¿El novelista, el poeta, el dramaturgo o el político? Él es profeta y poeta épico de Le Légende des siècles, ¡que augura tiempos grandiosos para Francia! Es el gótico de Notre-Dame de París. Es el romántico de Les Contemplations y de Les Feuilles d’autumne y el teórico del romanticismo en Cromwell. Es el hombre universal en Les Orientales. Es el abogado de los reos en Le Dernier Jour d’un Condamné, que fustiga a los propugnadores de la pena de muerte. Y es el defensor de los humildes en Les Misérables, obra cumbre de las letras mundiales. Fue apóstol de la República y vaticinador de los tiempos venideros para Europa, y sus vaticinios debían llevarle al Panteón. Él es el Olympio.
Si el escritor borroneaba sin parar millares de cuartillas y era cada vez más prolífico, encerrado en su estudio y gastando torrentes de tinta, el político también aguzaba sus garras para lanzar implacables zarpazos desde su escaño de diputado. Censurado por el Partido Conservador por sus intervenciones oratorias, Hugo fue virando en su pensamiento político, marchando con paso firme pero no siempre coherente desde conservadurismo hacia el progresismo social. Hizo cara a desesperantes depresiones y salió al encuentro del dolor despiadado de la muerte de sus hijos. Asaz melancólica fue su vida familiar. Resistió a la fatalidad, pero, como pasa en los grandes hombres, la voluntad pudo más que el infortunio. Tuvo varias amantes, varias “liaisons”, y fue víctima de desilusiones amorosas. Nada sin embargo mermaba su prodigiosa mente creativa.
En 1845 fue nombrado por Luis Felipe de Orleans Par de Francia, o sea, Senador. Cuarenta y tres años tenía en ese momento el Olympio. Se encerró en su estudio, después de haber seguramente besado a una de sus bellas amantes, y comenzó a esbozar los borradores de su mayor creación: Les Misérables, que en principio debía llamarse Les Misères. En virtud de sus ideas políticas, marchó al exilio por más de veinte años, refugiándose primero en Bruselas, luego en Jersey y por último en Guernesey. En esos años escribió más que nunca. Publicó como nunca lo había hecho.
Cuando está a punto de cumplir los sesenta años, nacen Los Misérables, obra maestra, obra cíclica. Si el crítico social se anuncia en toda la novela, el artista no resiente su talento ni un solo momento. Jean Valjean. Fantine. Cossette. Marius. Javert. Los Thenardier. Gavroche. Son personajes que si bien tienen características y personalidades que lindan en extremos a veces irreales, al mismo tiempo retratan a cabalidad la naturaleza de la humanidad, con sus magnanimidades y miserias, con sus obras de altruismo y con sus pequeñeces innatas. Los franceses leían hasta la saciedad las obras de Hugo, se aferraban como nunca a los escritos de este hombre que habíase ungido con ribetes míticos por ser un icono del civismo francés. Pero con su opus magnum pasa a ser ya no solo de Francia, sino del mundo, porque las cosas que lo abarcan todo, luz y sombra, bondad y vileza, constituyen parte fundamental de todos los seres humanos que pisamos la tierra.
Se han cumplido ciento cincuenta y cinco años del nacimiento de la mejor novela jamás escrita.
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