El soldado “andaluz” que apuñaló al Imperio español en América (condensado)
César Cervera
Las guerras de independencia en América las hicieron los descendientes de españoles, los criollos, que representaban en torno al 10 y 15% de la población. No los mestizos ni los indígenas, mayoría en el continente. Ellos se limitaron a derramar su sangre por ambos bandos. Los libertadores como José de San Martín descendían de la clase gobernante (su padre fue teniente de gobernador) y aspiraban a heredar los privilegios que acaparaban los peninsulares. La mayor parte de los criollos eran terratenientes y comerciantes, pero estaban apartados de los puestos de poder. El mismo perro pero con distinto collar, diría el refranero popular.
Un niño militar que se hizo libertador
José de San Martín nació en Yapeyú, hoy Argentina, el 25 de febrero de 1778, en el seno de una familia de tradición militar. El padre, un hidalgo español de clase media, ejerció como capitán y ayudante mayor de la Asamblea de Infantería de Buenos Aires hasta que, en 1774, fue nombrado teniente de gobernador del de-partamento de Yapeyú, una misión jesuítica a orillas del río Uruguay huérfana de poder tras la expulsión de la orden. Asimismo, la madre del libertador también era española y de familia destacada, Gregoria Matorras del Ser, prima hermana del gobernador y capitán general del Tucumán.
Precisamente dos de los cinco hijos del ma-trimonio, entre ellos José, nacieron estando destinado como teniente allí. El matrimonio se desplazó a España en abril de 1784, donde José iba a tomar contacto con el Ejército español que tanto amaba su padre.
El criollo comenzó sus estudios en el Real Seminario de Nobles de Madrid, un lugar de formación para los hijos de los nobles y los militares, aunque otras fuentes descartan que
pasara por esta escuela de élite. El 21 de julio de 1789, a los once años de edad, José de San Martín comenzó su carrera militar como cadete en el Regimiento Murcia, a donde entró alegando ser hijo de un capitán. Su trayectoria militar se inició en los combates contra los moros en Melilla y Orán.
Antes de la Guerra de Independencia, el joven criollo había luchado ya contra los franceses en los Pirineos y contra los portugueses en la Guerra de las Naranjas (1802). En una misión de reclutamiento fue herido gravemente por unos maleantes que intentaron quitarle una maleta con tres mil reales de vellón, im-porte de la milicia.
Todo ello sin olvidar su paso por la fragata Santa Dorotea, que formó escuadra en el Mediterráneo contra los corsarios berberiscos. Durante este periodo naval conoció en Tolón a Napoleón, al ser enviado en representación de “La Dorotea”. El hecho de que el emperador le saludara influyó en la admiración que San Martín profesó siempre al corso como genio de la guerra.
En 1804, su ascenso a Capitán Segundo con 27 años, le obligó a cambiar de unidad. En el batallón de “Voluntarios de Campo Ma-
yor”, que se encontraba en Cádiz, conoció al general Francisco María Solano Ortiz de Ro-
sas, Marqués del Socorro. Ambos eran americanos. Solano, hombre de ideas liberales, acogió con afecto y simpatía a su joven compatriota al que ayudó y aconsejó desde la ex-periencia. Y ambos compartían una visión pe-simista sobre el futuro de España y su gobierno en los territorios americanos.
La Junta Central de Gobierno ascendió al criollo al cargo de Capitán primero en el regimiento del general Castaños, “la Caballería de Borbón”.
En medio de la invasión napoleónica, Sola-no murió durante un levantamiento popular contra la sede del Gobierno al ser acusado de connivencia con los franceses.
Los desastres que trajo la invasión francesa habrían de desviar la carrera militar de San Martín. La Junta Central de Gobierno, establecida contra el gobierno napoleónico, ascendió al criollo al cargo de Capitán primero en el regimiento del general Castaños, “la Caballería de Borbón”. En esta unidad participó en la batalla de Bailén, el 19 de julio de 1808. La primera derrota importante de las tropas de Napoleón se tradujo para San Martín en un ascenso a teniente coronel de caballería, 11 de agosto de 1808.
La extraña salida del Ejército español
Los conatos de revolución que se produjeron en Caracas y Buenos Aires en 1810 le convencieron –o eso dicen sus biógrafos más permeables al mito– de que debía acudir a su tierra na-tal cuanto antes a tomar partido por los suyos. A decir verdad, el oficial español no tenía nada de americano, salvo el lugar de nacimiento. Había pasado su vida fuera del continente, su aspecto físico era europeo y su acento era marcadamente andaluz.
José de San Martín pidió la baja de las instituciones armadas españolas para atender “asuntos familiares en Lima”, lo cual era mentira, y se convenció definitivamente de en qué bando quería estar cuando el inminente derrumbamiento del Imperio español los pillara a todos debajo. Él suyo era más bien un ensoñamiento liberal por encima de uno independentista.
Los criollos se organizaban. El 12 de septiembre de 1812 se casó en Buenos Aires con María de los Remedios Escalada, la hija adolescente de una poderosa familia de la aristocracia americana.
En 1813, el andaluz se incorporó al ejército rebelde a la cabeza de un cuerpo de combate de élite, los Granaderos a Caballo, que se dio a conocer en su victoria en San Lorenzo, evitando el desembarco de un ejército realista. Sin duda, el talento y experiencia militar de alguien como San Martín iban a ser cruciales para derribar el último bastión del Imperio español en Sudamé-rica: la tierra sembrada por Pizarro.
Si bien en los virreinatos de Nueva Granada y de Río de la Plata los procesos independentistas tuvieron un éxito instantáneo, no ocurrió igual con el Virreinato del Perú, en otro tiempo la pieza clave del poder hispánico. La mayor presencia de peninsulares que en otros territorios, la escasa implantación del espíritu independentista y la capacidad de mando del virrey José de Abascal convirtió el lugar en una roca en el camino de los rebeldes. Con un ejército de unos 42.000 hombres, Abascal aplastó todo co-nato de rebelión tanto en Perú, Quito, el Alto Perú y la capitanía general de Chile. Para vencerle sería necesaria la acción conjunta de Bolí-var y San Martín, así como el ingenio militar del veterano de Bailén.
El soldado “andaluz” aplicó sus conocimientos militares en zonas montañosas para orquestar un ataque sorpresa a Chile, y desde allí por mar al Bajo Perú. Esta campaña dio lugar el 12 de octubre de 1818 a la batalla de Chacabuco, que despejó el camino para llegar a Santiago de Chile tres días después.
¡O Bolívar o nada!
El libertador reanudó la lucha armada y ocu-pó Lima el 6 de julio de 1821 con el título de Protector. Expulsó a miles de españoles notoriamente contrarios a la independencia y confiscó sus bienes.
A nivel político estableció la libertad de co-mercio y la libertad de imprenta, pero no permitió otro culto religioso que el católico. El Liber-tador esperaba durante su protectorado poder completar la independencia del territorio nacional y preparar el camino para la instauración de un régimen monárquico constitucional, lo que ha llevado a algunos a sostener que el gobierno de San Martín fue una dictadura.
Cuando San Martín le ofreció el liderazgo de la campaña libertadora en el Perú, Bolívar le dio a entender que solo lo aceptaría si él se retiraba del Perú
El tipo de Estado que debía instaurarse en el Perú generó una brecha entre los partidarios de una monarquía y los de una república. Para los monárquicos como San Martín, la república no era la forma de gobierno más conveniente para el Perú debido a la gran extensión de su territorio y a la poca educación de las masas del país. Él mejor que nadie sabía lo salvaje que podía ser un pueblo en caso de anarquía, y es por eso que pretendía para Perú un reino dirigido preferentemente por un Príncipe europeo, Infante de Castilla a poder ser. Una vieja idea que los propios Borbones habían sopesado en el pasado: una suerte de reinos hispánicos dirigidos por los miembros de la dinastía.
No en vano, la forma de gobierno del Perú y del resto de los nuevos estados que estaban surgiendo fue uno de los temas tratados por San Martín y Simón Bolívar, el gran líder de la Corriente Libertadora del Norte, durante su reunión en Guayaquil del 26 de julio de 1822. En esta reunión Bolívar no quedó muy convencido de que San Martín fuera partidario de una república democrática.
El propio Bolívar sostenía que el libertador del Perú “no creía en la democracia, estando convencido de que aquellos países no podían ser regidos más que por Gobiernos vigorosos, que impusieran el cumplimiento de la Ley, ya que cuando los hombres no la obedecen voluntariamente, no queda más arbitrio que la fuerza”. En definitiva, San Martín fue un liberal constitucionalista, que concebía el Gobierno en manos fuertes y limpias y “no entregado a la ignorancia, la envidia, el rencor y los deseos de lucro de ciertas gentes”. La educación debía venir antes que la democracia.
Cuando San Martín le ofreció el liderazgo de la campaña libertadora en el Perú, Bolívar le dio a entender que solo lo aceptaría si él se retiraba del Perú. ¡O Bolívar o nada!
Un exilio voluntario y nostalgia de España
A su regreso a Lima, San Martín tuvo claro que debía dejar el camino libre a Bolívar. Su tiempo como libertador, ahora que su faceta mi-litar no se necesitaba, llegaba a su fin. Este plan se aceleró cuando a su vuelta supo que los limeños habían capturado y expulsado a Bernar-do Monteagudo, su mano derecha en el gobierno y otro defensor de la monarquía. A duras pe-nas el argentino logró reunir al Primer Congreso Constituyente, que desde el comienzo estuvo controlado por los liberales republicanos. El mis-mo día de su instalación (20 de septiembre de 1822) San Martín presentó su renuncia irrevocable a todos los cargos públicos que ejercía.
Con los españoles todavía controlando algunas provincias, Perú necesitaba las tropas de Bolívar si quería llevar a puerto el proceso de independencia.
De Perú pidió permiso para reencontrarse en Buenos Aires con su esposa, que estaba gravemente enferma. Pero al tardar tanto en llegar, entre retrasos auspiciados por sus enemigos, su mujer ya había fallecido el 3 de agosto de 1823. A principios del siguiente año partió hacia el puerto de El Havre (Francia). Tenía 45 años y a su espalda dejaba sus cargos de generalísimo del Perú, capitán general de la República de Chile y general de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Visitó de forma breve Inglaterra, Italia y otros países europeos hasta establecerse definitivamente en Francia, donde viviría hasta su muerte en 1850. En 1880 sus restos pudieron ser repatriados y trasladados a la República de Argenti-na.
FUENTE: ABC - HISTORIA
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