Fran Araújo
Son cada vez más las personas que ensalzan la tolerancia como bandera del diálogo y la buena convivencia. Parece que se nos ha olvidado el significado de la palabra tolerar que, según la Real Academia de la Lengua, consiste en sufrir, llevar con paciencia, permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente. Esto supone que existe una persona que posee la verdad, el correcto camino para la perfección, y que esta persona “tolere” las opiniones de los demás, aunque crea que son erróneas. Si partimos de esta situación de superioridad, nunca llegaremos a un entendimiento fructífero.
La defensa de la tolerancia es un ejemplo más de la obsesiva primacía de lo individual sobre lo común a todos los seres humanos. Supone una posición de poder en la que una persona “permite” a la otra manifestarse, expresar sus pensamientos. En realidad, se trata de un paso intermedio entre el absolutismo de pensamiento y la verdadera libertad de expresión. El único camino para la convivencia y la sana relación consiste en construir espacios de encuentro en donde mirarse en el espejo de las diferencias del otro. Porque sin el “otro” nosotros no sabríamos quiénes somos.
El problema de primar la tolerancia en las relaciones humanas aparece en las situaciones límite. En el momento en el que existe un problema, todas estas cosas que se permite pero que no se considera lícitas, salen a la superficie en forma de confrontación. De ahí que asistamos a la guerra de las religiones, al conmigo o contra mí. Esta inestable situación de tolerancia no es más que una guerra fría con modales ingleses del Siglo XIX. Nada pasa porque el niño se deje el pelo largo, hay que entenderlo, es joven. Pero cuando el padre se queda sin trabajo y llega a casa de mal humor, el pelo de su hijo parece una buena excusa para descargar todas las iras.
Tolero que mi vecino del sexto lleve turbante, aunque he de reconocer que no me gusta. Ataquemos la raíz del problema. Acerquémonos a nuestro vecino para preguntarle por qué lleva ese turbante y qué significado tiene para él. Quizá así descubramos que sólo es una forma de sujetarse el pelo, igual que muchas mujeres utilizan un moño.
Si aceptamos que no tenemos la posesión de la verdad y erradicamos los prejuicios que existen sobre el “otro”, podemos empezar a comprender su manera de ver el mundo. Quizá no sea mejor que la nuestra, pero no podemos partir de que no lo es. Seguro que encontramos muchas cosas valiosas para incorporar a nuestra vida.
La fuente de muchos divorcios nace de una situación en la que ambos toleran durante años actitudes que luego acaban por no soportar. La única manera de construir una convivencia es a través del diálogo y de pequeñas concesiones que faciliten la armonía. “Yo soy como soy y no pienso cambiar”, pero tampoco te voy a exigir a ti que cambies porque soy tolerante. ¿Existe alguna forma mayor de desencuentro?
Esto no significa caer en el todo vale, ni el relativismo moral. Se nos ha impuesto la tolerancia hasta niveles absurdos. ¿Se puede tolerar la pena de muerte? ¿Podemos tolerar que muchos de los países que forman parte de la ONU hagan caso omiso a los derechos fundamentales del hombre?
Seamos intolerantes con la tolerancia. Todos los meses asistimos a reuniones de organismos internacionales en las que los grandes mandatarios escuchan con educación las opiniones del resto, toleran con respeto lo que tienen que decir, para después exigir que hagan lo mismo con las suyas. Quizá si no se le “tolerase” tantas veces a Estados Unidos que deje tratados sin firmar (el Tratado Antiminas, los Acuerdos de Kioto, los Derechos del Niño, el Tribunal Internacional), el mundo iría mejor. ¿Es que se puede tolerar que niños de menos de 8 años trabajen 14 horas diarias? ¿Es permisible que miles de personas se mueran porque no pueden pagar medicamentos sujetos a patentes?
El mundo iría mucho mejor si, en lugar de tolerar las opiniones de los otros, buscásemos espacios de encuentro entre todas las posiciones para encontrar un camino común.
El autor es periodista y director de cine.
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