Ramiro H. Loza Calderón
La anomia institucional, normativa y social es desintegradora y su intensidad hace cercanos los límites de la fatalidad nacional. Esto para algunos será pesimismo y para muchos una realidad ostensible. La abulia colectiva que padecemos los bolivianos es el velo que impide ver la proximidad del abismo. Nadie reacciona ni se inmuta, menos aún se busca remedio. Subsumidos en estas nieblas espesas no logramos reasumir una coherencia y la sindéresis necesarias hacia un estadio socialmente constructivo para nosotros y para los que vienen después. En tal estado de cosas es demasiado pedir inventiva o creatividad. No puede menos que abrumar la falta de un saludable sacudimiento colectivo.
A la par, demostramos pasividad frente a la desinstitucionalización que se nos impone con tonos más oscuros que antes. Los corruptos nos envuelven y desenvuelven y no alarma en lo mínimo la degradación de organismos públicos vitales que -como el cáncer- no es fenómeno súbito, sino de larga data, pero que en estos 11 años ha pasado a ser parte de una cotidianidad desintegradora. Ahí tenemos la ausencia de calidad del Órgano Legislativo, del cual se dice que un buen porcentaje lo integran analfabetos. El Órgano Judicial como el para judicial tocan fondo bajo el peso de la corrupción, impreparación y sometimiento al Ejecutivo. En fin, ningún organismo estatal sale bien librado al presente.
El “empoderamiento” de los movimientos sociales es un factor claramente contrario a la convivencia tolerante y armónica a la que aspiran los pueblos. Las amenazas de llegar “hasta las últimas consecuencias” se interpolan con marchas, bloqueos y huelgas y junto a lo anterior socavan nuestra incipiente economía y desaniman las inversiones, incrementando la falta de empleo. Es una forma curiosa de autoeliminación colectiva. Las demandas sociales prescinden en absoluto del ordenamiento legal de la materia. Este es letra muerta y está demás si por la vía de la presión se logra los objetivos buscados. El Gobierno parece solazarse en medio del desastre.
La prédica concertada de odio social y racial siembra cada día la división y el alejamiento entre bolivianos y, entre otras cosas, ha colocado al campo frente a las ciudades sin medir la violencia fratricida que puede engendrar. Semejantes designios no contribuyen a la unidad que es la argamasa modeladora de las naciones.
Este conjunto aciago dista leguas de preocupar y conmover a los gobernantes, absorbidos por la reproducción y perpetuación del poder para sí, apreciación que no por repetida debe omitirse subrayar. Los discursos reiterativos y monocordes -del presidente Evo Morales para abajo- se orientan a encandilar con espejismos. Las columnas de la prensa independiente y los análisis de entendidos constituyen la única voz de preocupación, mereciendo poca atención en un clima como el descrito. Las redes sociales tampoco influyen como se pretende porque no configuran seriedad ni confiabilidad.
En medio de la desesperanza no acuden los dioses tutelares de la Patria, cuanto más urgidos estamos de su auxilio.
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