Este artículo viene a propósito del último eclipse visto en Norteamérica, para que se sepa cuál puede ser la trascendencia de un fenómeno natural como ése en determinados momentos de la historia.
Hace cien años, un hombre que había sido desde los 23 hasta los 32 un desconocido funcionario de tercera categoría de la Oficina Suiza de Patentes, trabajaba denodadamente en su estudio, luego del trabajo diario, persiguiendo y perfeccionando una teoría revolucionaria que explicase de una forma distinta el funcionamiento del Universo, teoría que a veces él mismo creía inverosímil: la Relatividad General. Pero aquel hombre tenía la capacidad de concentrarse por meses, e incluso años; se aferraba a su hipótesis como un perro a su hueso.
Entre marzo y junio de 1905, se incubaron en el pequeño estudio de Albert Einstein las teorías que revolucionarían para siempre las leyes de la física. Publica en su tiempo libre en los Annalen der Physik cuatro visionarios artículos, que para cualquier físico hubiesen sido la razón de una brillante carrera: uno que explicaba el movimiento browniano; otro que revelaba la ley del efecto fotoeléctrico; otro que desarrollaba la equivalencia entre energía y masa, y el último, que explicaba la relatividad especial.
Finalmente, a mediados de la segunda década del Siglo XX, la Teoría estaba lista para ser publicada. El solitario científico, en su estudio, cuando por fin cuadraron sus ecuaciones, rumió para sí mismo: “¡Dios Santo!, la teoría es correcta…”. Las ideas que el mundo tuviera desde 1687 sobre la gravitación universal y el movimiento celestial de los astros estaban a punto de ser echadas por tierra. Einstein idolatraba a Newton, el mayor científico de la historia de la humanidad, y por eso escribió: “Perdón, Newton”.
Pero la Teoría einsteniana tenía un problema que era difícil de resolver: su comprobación. El científico sionista había llegado al corolario de su Teoría solamente razonando, deduciendo, imaginando y visualizando las cosas. No era un empírico. En conclusión, todo era un brillante producto de su mente. Solamente un eclipse total de sol podría corroborar las extrañas y audaces ideas del físico alemán.
Para Newton, la luz no tenía masa, para Einstein, sí, y por tanto, al pasar cerca de un cuerpo celeste tan grande como el sol, tendría que curvarse por la fuerza gravitatoria, que en realidad es la deformación del espacio. Si Einstein estaba en lo cierto, la luz de las estrellas que pasase cerca del sol tendría que desviarse un tanto. En 1916 hubo un eclipse, pero las pruebas se vieron frustradas por la Gran Guerra; en 1918 hubo otro, pero densos nubarrones bloquearon la oportunidad de confirmar la Teoría. Einstein, como lo estuvo muchas veces en su vida, se hallaba muy desanimado y deprimido. Finalmente, en mayo de 1919, un astrónomo llamado Arthur Eddington logró la magna empresa. En noviembre del mismo año, el mundo se enteraba de que casi todo lo que hasta ese momento supo sobre la actividad del cosmos era falso. En los siguientes años, a pesar de los reparos que los científicos ponían, la Teoría se fue comprobando.
Tal lo que ocurrió hace un siglo. La Teoría de Einstein es compleja, simple y hermosa, inusitadamente hermosa. Y esto no es inspiración. Es trabajo, perseverancia, disciplina y método.
Si tenéis la suerte de observar un eclipse total de sol, fijaos en los puntos de luz que están alrededor de la corona de luz, y no olvidéis que, ahí donde los veis, en realidad no están.
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