[Manfredo Kempff]

Noel Kempff Mercado en la memoria


Cada vez que se aproxima un aniversario más del asesinato de Noel Kempff Mercado, a manos de narcotraficantes, nos inunda una congoja enorme y recordamos aquellos días de dolor y luto, de una confusión enorme que no cabía en el entendimiento de los ciudadanos y menos de su familia. Habían matado a un hombre bueno y noble que solo deseaba ayudar a que su ciudad fuera más bella y su país un poco mejor. Hoy no vamos a recordar el asesinato en la meseta de Caparús, hace 31 años. Esa fue una tragedia y es hora de referirse a la persona y no a los viles sicarios que lo mataron ni a los mentores que no se pudo sancionar.

Desde mi niñez y juventud lo recuerdo como un socialista romántico, preocupado por la gente que sufría. Él mismo decía ser un socialista porque no podía concebir la vida de otra forma. Era una intuición y un sentimiento de que podría existir un mundo mejor si los hombres cambiaban. Detestaba el autoritarismo, creía ciegamente en la democracia, y esa conducta la aplicó en su vida personal, donde la sencillez y la filantropía estaban en su esencia. Gran filántropo había sido su bisabuelo; era la filantropía del dinero para los desamparados. La de él, era otro tipo de filantropía, la filantropía del trabajo. Porque entregar su tiempo a algo, sin medir en recompensas, es una forma de filantropía también.

Mis remembranzas de niño en Buen Retiro tienen mucho que ver con su carácter alegre y su amor por lo que realizaba. En el campo vestía botas de media caña, pantalones anchos y camisa de manga corta, afuera. Lentes, siempre. Era un incansable caminante y conocía todas las sendas y atajos que había en el monte. Cazaba y pescaba para comer en familia, no con otro afán. Cogía ranas en la laguna que había frente a la casa para aprovechar su carne. Vivía muy austeramente y además del buen almuerzo, en las noches siempre preparaba el quesillo agrio con yucas asadas en las brasas. Fumaba tabaco negro pero no bebía; tal vez un cóctel cuando iba al Círculo de Amigos. Él construyó con sus manos la enorme casa de teja que perdura hasta estos días en Buen Retiro y que tuvimos oportunidad de verla con gran nostalgia, junto con mi hermano Julio, luego de sesenta años.

Jamás dejaré de recordar las largas vacaciones que pasábamos en la casa de hacienda con mis abuelos Francisco y Luisa, cuando al comienzo íbamos en carretón y a pie, antes que se pudiera ir hasta la banda del río en vehículo. Nos reuníamos todos los primos que ahora somos abuelos y pasábamos días de jolgorio, pero el tío nos buscaba ocupaciones a cada uno. Yo iba a la ordeña al rayar el alba y luego llegaba el suplicio cuando me llevaba a la cosecha de la miel, a melear. Pese a que me vestía como un marciano, las abejas se las arreglaban para picarme y a él, que no usaba ni guantes, no le hacían nada. A mí, porque era alto para mi edad, me llamaba Surubicillo, haciendo alusión al surubí grande de nuestros ríos.

Pocos días después de su muerte yo escribía que su inquietud y su amor por el conocimiento de las cosas, producto de la investigación, lo llevaría a recorrer por cualquier medio, grandes zonas del oriente boliviano. Ese amor por la investigación científica lo hizo un observador nato de la vida animal y vegetal. Desde su juventud, en sus interminables caminatas y en sus tareas apícolas, él impresionaba con la forma de actuar, de ver su entorno. Tocaba las cosas con cariño, casi acariciándolas, ya fuera una planta, una abeja o un pájaro herido. Su amor por la naturaleza estaba en todo su ser y a través de su tacto delicado parecía captar el dolor, la sed o el hambre de los organismos vivos. Como un encantador tomaba a las serpientes, hurgaba los enjambres de avispas o separaba intacta una bella orquídea.

Al científico autodidacta -no significaba que no fuera profesional y que escribiera tanto y sobre tantas cosas- a ese gran observador de la vida natural, nada se le escapaba a la vista ni al instinto. En ese su afán de conocer para transmitir, en su apuro por descubrir deprisa merced a un extraño presentimiento de una muerte próxima, se encontró con una maravilla, que, a cambio de contemplarla y amarla, truncaría su vida aún joven: las cataratas del río Pauserna. En plena selva virgen, en la llamada Huanchaca que él rescataría con el nombre nativo de Caparús, allí se embrujó el científico con las aguas claras del río. El Pauserna fue el canto de sirena que lo llamó al peligro y Noel no pudo, como Ulises, amarrarse al mástil de su nave para salvarse de ese encanto mortal.

Fue entonces que se encontró con ese farallón en medio de la selva, de una eterna virginidad, donde aparentemente durante milenios se habían desarrollado, solos, los animales y las plantas. El farallón de Caparús, es un bello nombre para esa tierra ignota, subyugante, lejana, prohibida aún para los hombres, pero donde ya se había instalado una despreciable subespecie humana, hez de la sociedad: los narcotraficantes.

A 31 años de los acontecimientos, la pregunta es si su sacrifico fue útil o no. Útil no puede ser ninguna muerte, pero si por esa circunstancia fatal algo mejora en la sociedad, se dice habitualmente que no fue en vano. Ya es un consuelo, aunque no quita el dolor de la familia. ¿Fue en vano su muerte? Es algo que resulta muy difícil discutir. Aunque hubo algo positivo: se desenmascaró a los narcotraficantes, unos huyeron y otros dejaron de hacer francachelas dispendiosas en la sociedad cruceña. Pero regresaron y ahora están nuevamente activos. La gente volvió a ser permisiva con los mafiosos y el negocio sucio está en alza.

¿Y del medio ambiente cruceño y nacional? ¿Se aprendió algo para defender la naturaleza que nos privilegia? Al parecer no. Por el contrario, da la impresión de que existe odio contra la naturaleza, contra los bosques, contra los ríos, contra quienes los habitan, humanos o animales. Lo vemos a diario y existe un gran debate sobre el tema aunque si somos sinceros es algo decepcionante. ¿Sirvió el sacrificio? Luego de tres décadas no estamos seguros de nada.

 
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