Javier Urra:

“Sí, es posible conseguir que los hijos sean obedientes”

El doctor en Psicología apunta que los padres no pueden mostrarse pasivos y pensar que su hijo “ya cambiará”.


Javier Urra ha publicado recientemente su último libro “Primeros auxilios emocionales para niños y adolescentes”. Asegura que sus páginas muestran una realidad muy práctica de lo que necesitan saber los padres para educar a sus hijos. “El libro puede ser criticado, pero lo que no puedo aceptar es que se diga que los niños vienen sin una guía para padres. Lo he escrito porque he estado muchos años en la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia, he sido defensor del menor y he trabajado con padres e hijos. En todo este tiempo me he dado cuenta de que pediatras, psicólogos, psiquiatras... solemos decir lo que hay que hacer a los padres, pero siempre de forma genérica. Ahora no hay excusas de no saber educar porque es un libro muy práctico”.

—¿Por qué hoy hacen falta guías si las generaciones de padres de antes no las necesitaron?

Hace años los niños se morían de polio, de tuberculosis, de problemas respiratorios... Eran los asuntos que preocupaban, mientras que los temas emocionales no se estudiaban ni se tenían en cuenta. Cuando los problemas físicos desaparecen en gran medida y aumenta la esperanza de vida, nos percatamos de que el 20% de los niños tienen problemas psicopatológicos; es decir, uno de cada cinco menores de 18 años. Se habla mucho de TDAH, pero a las consultas llegan niños obsesivos compulsivos, con problemas de trastornos de personalidad, que agreden a sus padres, con pensamientos psicóticos...

—¿Cuál es el motivo principal de estos problemas psicopatológicos?

Se ha acortado el tiempo de la infancia. Hay niños de 13 años que toman cinco copas en una hora y tienen comas etílicos —el año pasado 5.000 casos—. Vivimos en una sociedad estresante y eso a los niños les afecta mucho: sufren separaciones mal llevadas sus progenitores, están sobrecargados de tareas extraescolares, no tienen tiempo para jugar...

Antes educaban los padres, ahora los padres, la escuela, los medios de comunicación y las redes sociales. Las nuevas tecnologías influyen en ellos porque les permiten acceder a páginas que fomentan la anorexia, la violencia, el sexo sin límites... Y quieren emularlo. Sin embargo, les crea un vacío existencial. Yo he preguntado a jóvenes “¿te merece la pena vivir?”, y me miraban sin saber qué responder muy bien. Si no les importa su vida, qué les va a importar la de los demás. En sus vidas falta que aprendan lo que significa el “tú”, el ponerse en el lugar del otro. Hay que ayudarles a ponerse en el lugar del otro y descubran realidades distintas a las suyas. Los padres, por ejemplo, deberían llevarles a un hospital y mostrarles que allí hay niños ingresados niños, menores que van a morir, para que se den cuenta de lo que tienen en la vida y lo afortunados que son.

—¿No se les protege demasiado como para mostrarles esa dura realidad?

Los niños no conocen la muerte, el sufrimiento. Creen que el abuelito “se ha dormido”. La vida hay que mostrarla como es. Hay que llevarles a ver al abuelo con demencia que dice cosas sin sentido, que huele mal por su incontinencia, pero que quiere a su nieto y al que hay que querer. Que le de un beso. Es la verdadera vacuna para convertirle en un ser sensible, afectivo, cariñoso. No hay que ocultarle que la vida es un conflicto –para vivir en pareja, con uno mismo, con los hijos, con el compañero de trabajo...–. Si se le ofrece este tipo de educación, los problemas de psicopatía, de insensibilidad, de falta de empatía desaparecerán.

—¿Se trata correctamente a los niños que sufren depresión?

No exactamente. En el 60% de casos no se tratan. La depresión cursa en los niños de manera sorpresiva para los adultos. Normalmente, cuando una persona se deprime no tiene fuerza, esta triste, se levanta tarde... Pero un niño depresivo puede confundirse con un niño ansioso, nervioso, que corre. Los padres no saben identificarlo. El adulto sabe que las cosas van mal pero que mañana será otro día, relativiza, sabe que hay herramientas para mejorar su situación. El niño, sin embargo, se suicida para mejorar las cosas, teóricamente.

—¿Qué se puede hacer para reducir esta cifra? ¿De quién depende: de la familia, de la sociedad...?

Fundamentalmente de la sociedad. Hay que entender que hay cosas que están bien y otras mal, que hay gente corrupta, sin moral... Hay que ser moral, enseñar a los niños los dilemas. Plantearle a los adolescentes, por ejemplo, las dificultades de un embarazo no deseado, preguntarles qué ha-rían si tuvieran un bebé con un Síndrome de Down...

—¿Hace falta que los padres hablen más con sus hijos?

Los padres hablan más actualmente con los hijos que los de las generaciones anteriores. Hay que fomentar aún más esa conversación y decir a los hijos que nosotros fuimos adolescente y tuvimos problemas, pero también responsabilidades. La familia no es una democracia. Es un lugar donde mandan los adultos que son los encargados de transmitir los valores transcendentes de la vida. Hay muchas formas de hacerlo. ¿Como? Con pequeños gestos cada día. Ejemplos: dándole el fin de semana cuatro euros y sugerirle si quiere dar una parte del dinero a los más necesitados –porque aunque no lo haga, ya se le ha creado la disyuntiva de pensar en la solidaridad–; haciendo que dé un beso a la abuela demente a la que se le cae la baba... para que sea consciente del cuidado a los mayores...

—Pero no siempre obedecen a lo que les dicen los padres. ¿Ha habido una pérdida de autoridad?

La autoridad se ha diluido en general, no solo la de los padres. La misma Policía está preocupada porque los jóvenes les insultan por la ca-lle, sin motivo alguno. ¡Y ellos son la autoridad! O jueces que le dicen a un joven que tiene que ir a un internado y le contesta “¿por qué, porque lo digas tú?”. Ha habido una dejación porque incluso muchos docentes han querido establecer una relación cercana a sus alumnos, como si fueran amigos, y no lo son. Es un error. Y en la familia pasa igual, pero no hay que perder los roles. Uno es el padre y otro el hijo.

—¿Cómo se puede cambiar esta situación?

Habrá que enseñarles a mirar cómo trato yo a los abuelos, que aprecien el respeto, que no les grito... Los niños se rigen por lo que ven que hacen sus padres y la mayoría de la gente es sana. Deben darse cuenta, además, que las normas las ponemos nosotros, y que si no les gusta, se siente. El mundo es un juego de poder y en ese equilibrio deben aprender. Tienen que ver que ellos no pueden imponerse y que si no obedecen deben irse castigados a su habitación, aunque se enfaden. Los choques, chulerías o empujoncitos no se pueden consentir de ninguna manera ni aunque sean pequeños porque después tendrá 26 años y el empujón será peligroso. Si no se cortan este tipo de situaciones, el niño se acostumbra a repetir este tipo de actos y a no obedecer. No puede ser, debe obedecer a la primera. Y si se le castiga, que lo cumpla siempre. Hay que hacerles saber que se le educa así por que se le quiere y porque son las reglas de una convivencia feliz.

—Entonces, ¿es posible cambiar a los hijos para que sean obedientes?

Sí, se puede. Los padres deben invertir en educación sobre todo en los primeros años porque posteriormente los problemas se hacen más difíciles y los hábitos se instauran de forma que resulta cada vez más complicado cambiar. Si no saben muy bien cómo hacerlo en algún momento, los padres deben hablar con los abuelos o, en su caso, con los especialistas, pero que no piensen “ya cambiará”.

Laura Peraita

FUENTE. ABC

 
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