Augusto Vera Riveros
Duele hasta la médula una mirada contrita de algún héroe boliviano de la Guerra del Chaco, aunque hoy es casi imposible encontrar a alguno de los que derramó su sangre en las arenas candentes de muerte y desolación. La indefinición de las líneas fronterizas entre Bolivia y el Paraguay, los errores diplomáticos, los tremendos desaciertos tácticos de los oficiales a cuyo mando se hallaban soldados de toda casta y las condiciones de penoso equipamiento, derivaron en la pérdida de extenso territorio nacional, pero la pérdida de casi cien mil vidas, es trágico honor compartido con el circunstancial enemigo.
Cuando menos 50 mil valientes soldados bolivianos derramaron su sangre entre los espartillos y el suelo hirviente del amargo Chaco que pudo no tener el petróleo que finalmente quedó en poder de Bolivia, y sin embargo la Patria se privó de valiosos recursos humanos, las familias de sus jóvenes varones, la sociedad se descompuso, miles de niños huérfanos y de madres desconsoladas, de viudas destrozadas y de novias con el corazón despedazado, en una población de poco más de 2.000.000, fueron el resultado del fragor de tres años de lucha.
Esos fueron los que partieron, o por mejor decir los que nunca más volvieron a sus hogares, pero a tan inhumanas condiciones de contender, sobrevivieron varios miles de maltrechos soldados, que nunca más fueron los mismos; su espíritu quedó desgarrado, cuándo no, sus cuerpos mutilados. El paso de los años, más de 80, no ha servido para devolverles la dignidad que en aras de su suelo han dejado en la arena. Recuerdo que cuando aún era niño, las plazas y calles de esta ciudad todavía estaban generosamente pobladas por estos héroes que, en muchos de los casos, lucían sus medallas obtenidas verdaderamente con inapreciables méritos; eran aún miradas de orgullo sano que su edad aún les permitía expresar.
Pero el transcurso de los años, de inexorable sucesión, ha servido también para que ya en esta década, nuestros defensores del petróleo vayan desapareciendo e infelizmente, los más pequeños y jóvenes de hoy, hayan perdido la posibilidad de ver en persona a estos héroes no de capa, máscara o de músculos descomunales; más bien, a estos excepcionales seres humanos que no superan la treintena y ninguno menor a la centuria, a quienes apenas se les distingue en alguna página interior de algún periódico o en la pantalla de un agradecido canal de televisión, con pieles agrietadas, todavía quemadas por el infierno verde, que cubren cuerpos esmirriados por los dolencias que les dejaron la guerra y los dolores del alma, cuyo gozo se las expolió lo más boreal del Chaco. No, ya no es posible ver en persona esas pupilas que no toleran ni la luz de un sol que, en su juventud, les opacó el lustre con que partieron al frente.
Son no más de 30 los paradigmas del valor que quedan a los bolivianos de generaciones posteriores para tener testimonio vivo de una absurda guerra entre pueblos que desnudaron su pobreza y se desangraron inútilmente. Hace mucho callaron los estruendos de los cañones y los ojos tristes de quienes con fiereza nos defendieron, se van apagando en contraste con sus voluntades que inmarcesibles se dignifican más, exhortándonos a no perder la perspectiva de la historia que enseña que gran parte de nuestros recursos naturales en materia de hidrocarburos, se la debemos a estos patriotas y a sus camaradas que quedaron en ígneos túmulos del incandescente escenario de hostilidades.
El autor es jurista y escritor.
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