[Ignacio Vera]

El reino de la bestia


Se nos acusará tal vez de plagiar el título de un ensayo periodístico escrito por Tamayo en la revista “Germinal”, dirigida por Joaquín Espada, hace cosa de un siglo para hacer un balance de la postguerra. Nosotros tomamos prestado ese título porque quizá ningún otro dibuje mejor el panorama que se proyecta por lo menos ante la vista de este modesto columnista que hoy escribe.

Pertenezco a ese reducido círculo de la juventud -si es que existe- que se espanta ante la vanguardia y el desorden que trastornan a las sociedades, llevándolas al límite inverosímil de una descomposición aterradora y siempre desmoralizadora. Siempre creí en la libertad dentro del orden en la moral, en la política, en el arte. Hay, pues, en todo un orden que no se debe echar por tierra, y este orden no es otra cosa que la institucionalidad de ciertas estructuras que permiten vivir civilizadamente y que son fruto de la experiencia de la humanidad.

Estoy escribiendo esto sin tener en cuenta izquierdas ni derechas, ni apostasías ni partidismos. Hoy escribo como residente del mundo. Continuemos.

Sigmund Freud, en mi opinión y para siempre, ha echado por tierra la teoría de la benevolencia innata del ser humano planteada por el sabio Rousseau, y es que una perversidad disimulada se esconde en el alma del niño, ¡y qué subsuelos de ignominia se esconden en un alma adulta! Y esto es para el creyente en el pecado original.

El progreso del mundo material es un hecho vertiginoso, pero no por ser vertiginoso ha sido totalmente efectivo para la virtud; los descubrimientos científicos y las liberaciones del alma no van de la mano con la catarsis ni con la metanoia. Más al contrario, la adoración de las fuerzas materiales y físicas ha desarrollado los pasos más salvajes del humano. La materia lo ha arrancado de la virtud y de las ascesis para lanzarlo a un mundo donde solamente campean la conquista ebria y violenta de tener. El ser humano es, en conclusión, una cifra de los números y una tuerca de las máquinas. El hombre moderno es un bárbaro delirante que, en lugar de la maza como lo hacía en el Neolítico, hoy puede servirse de la mecánica y de las descomunales fuerzas que la naturaleza le provee para satisfacer sus apetitos orgiásticos y rapaces.

Se me ha criticado de contradictorio con mis principios laicistas cuando mencioné cierta vez que los asuntos públicos no pueden encontrar mejor código para la conducción de sus intereses que en la doctrina cristiana. Respondo a los críticos. Aunque sea cristiano, creo que toda sociedad y todo Estado deben estar exentos de toda persuasión religiosa. Pero aquí el asunto: el ateo que delibere para un Estado o sociedad con un gran código moral y de virtud, deliberará bien y ejecutará, si no perfectamente, de la mejor manera. Hasta ahora, ningún código de vida ha alcanzado la elevación de los valores y la moral cristianos, que engloban la virtud de la vida en todos los órdenes.

Y todo lo mencionado hasta aquí tiene que ver, aunque no lo hayáis notado, con la decadencia de estos nuestros años, y con la amenaza de un conflicto bélico que bien podría ser el introito de un final atroz. Y es la pasión indómita de los seres humanos la que incuba incesantemente el germen de la guerra, que en cualquier momento podría desatarse. El hombre -como buen animal que es- debe saber dominarse -como buen ser racional que potencialmente es-. Y es que por el pensamiento podemos estar más cerca de los dioses, ya que por la pasión, en cambio, estamos al lado de las bestias.

 
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