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Cuentos populares

El cojo y el diablo


Se cuenta que hace muchísimos años, en el Perú, en la ciudad colonial de Lima, existía una bellísima mujer que acostumbraba pasear en su carruaje a una hora determinada por la avenida principal de la ciudad. Había muchos mozos de buen talante que también salían a la calle a esa hora, con el exclusivo fin de verla pasar. Sin embargo, entre sus más fervientes admiradores, se encontraba un vago, un malviviente dedicado a la vida fácil. Además, tenía una pierna de palo, el vestido raído y la cara patibularia, enmarcada por una cabellera larga, erizada y sucia. La baba le escurría siempre que veía pasar a doña Elisa de Montenegro, poseedora de una cuantiosa fortuna.

Sabiendo el cojo que nunca se iba a fijar en él la encantadora dama, éste decidió ir a ver a una bruja para que le diera un filtro que hiciera que ella lo amara. La bruja le dio la receta: una noche, en la cual habría luna llena, debía salir de la ciudad e ir a un campo apartado y alumbrado por cuatro velas, debía dibujar un círculo en la tierra con un pedazo de madera que fuera arrancado de un ataúd; luego, en el centro del círculo tendría que quemar la pata izquierda de un gallo negro, tres colas de lagartija, veinte hormigas rojas y cabellos de una mujer casta.

Reunidos no sin esfuerzo todos los ingredientes, el cojo salió al campo en la noche de luna y al quemarlos en el centro del círculo, pronunció las palabras cabalísticas para invocar al diablo, el señor de las tinieblas.

No tardó en levantarse una enorme columna de humo maloliente producto de los ingredientes, donde asomó la cara del horrible personaje:

–¿Por qué me molestas? ¿Qué puede pedirme un hombre como tú?

–Quiero tres deseos, –le dijo el desdichado–.

Primero: que me des mucho dinero; segundo: que me hagas, simpático e irresistible; y tercero: que me consigas a la hermosísima doña Elisa.

El diablo levantó la ceja, se rascó la barbilla y le respondió:

–Si quieres dinero, trabaja, desgraciado. Tú no serías simpático, ni volviendo a nacer; y en cuanto a doña Elisa, ya la quisiera yo para mí, condenado. Y desapareció dejando un fuerte olor a azufre.

 
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