Víctor Manuel Jemio Oropeza
Entre las primeras actividades formativas en el Colegio Militar, durante las semanas de ambientación, estaban las charlas referidas al honor, la cortesía y el decoro militar y me precio de haberlas escuchado a mis 15 años, con la sed de aprender las virtudes castrenses que, al poseerlas, nos permitirían usar digna y merecidamente una ropa que nos distinguía de la normal o cotidiana: el uniforme; lleno de adornos y símbolos, que nos diferenciaba del resto y nos identificaba como militares, es decir los elegidos entre mil, para defender a la sociedad que nos pagaría nuestros sueldos. Se nos decía que debíamos lucirlo y llevarlo de manera digna, de forma completa y con buena postura, y nos enseñaban que todos los uniformes del mundo llevaban una parte de color negro, llamada “luto militar”, que debería recordarnos que estábamos prestos, si fuera necesario, a entregar la vida por la noción de Patria que construíamos día a día con la severa instrucción militar.
Luego vinieron los desafíos físicos y morales diarios que junto con las “pruebas de confianza” estaban diseñados para cumplir con la primera virtud del militar, vencer al miedo, es decir ser valientes. Recuerdo la barra vertical del gimnasio y el “chorizo”, el “salto de la muerte en roldana” a la piscina, el descenso del “risco de los lanceros”, la equitación o los torneos combativos donde con unos viejos guantes de box, nos enfrentábamos los “lungos” con los “petisos”. Se hablaba de que nuestros ritos y ceremoniales eran para recordarnos, en tiempos de paz, que éramos soldados, que deberíamos ser fuertes, valientes, disciplinados y, de esta manera, útiles al Estado, cuando necesite de nuestro accionar.
Cuando se hablaba de que portaríamos las “armas de la república”, se impartía la formación espiritual, mística y axiológica necesaria, porque nos enseñaban “que no todos merecían llevar armas”, que deberíamos merecer ese derecho siendo primero caballeros y luego cadetes”. El hacerse merecedor al título de “caballero cadete” significaba que deberíamos tener virtudes, entre las que se debería destacar la sencillez y la humildad, pero recuerdo con toda nitidez, pese a los 50 años ya transcurridos, que había un límite entre la humildad y la cobardía.
Se ejemplificaba con la investidura de caballero que, antes de merecer el título, recibía dos bofetadas en ambas mejillas, para cumplir la enseñanza cristiana de poner, en caso de agravio, la otra mejilla. Se nos enseñaba que al recibir nuestros espolines, que adornaban nuestros “zapatos de salida”, ya habíamos cumplido la enseñanza del nazareno y que a partir de ello no deberíamos permitir ultrajes, personales, institucionales o a nuestra bandera y país. Escribo con nostalgia esta rememoración, con la esperanza de que nuestros camaradas actuales en el ejercicio del mando, recuerden su formación inicial en la carrera de las armas y no permitan el ultraje institucional que se repite de parte de este gobierno que, abusando de la proverbial disciplina castrense, nos inflige frecuentemente.
El autor es General de la República.
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