Es el título del artículo que escribe Fernanda Wanderly como parte del conjunto de ensayos de “Volver a pensar”.
Fernanda ha escogido la fórmula de referirse a los “gobiernos progresistas” en América Latina, Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador y Bolivia, que surgieron en los 90 del siglo pasado, como contraposición al modelo de mercado libre y autoregulado, los cuales en su opinión, generaron desastrosas consecuencias para la reproducción de la humanidad, la naturaleza y el propio sistema económico.
En ese entorno de un nuevo enfoque para encarar la gestión pública y sus diferentes componentes, aparentemente destacarían Bolivia, Ecuador y Venezuela con los paradigmas del “Vivir Bien, el Buen Vivir y el Socialismo del Siglo XXI”, los cuales propiciaron modelos dirigidos a aplicar los principios de Reciprocidad, redistribución y auto subsistencia en coordinación con el mercado. En lo sociocultural tales principios deberían fortalecer la afirmación y proyección de creencias, cosmovisiones, estilos de vida y principios éticos propios de las culturas indígenas andinoamazónicas.
En Bolivia se dictó varias leyes y disposiciones, como la Ley de la Madre Tierra y la economía plural, la cual debería contribuir a cumplir el paradigma del Vivir Bien.
PERO, una cosa son las buenas intenciones y otra la realidad. La mayoría de las disposiciones no se cumplieron, hubo contradicciones entre ellas y como resultado no se logró la diversificación productiva, ni superar el rentismo basado en el aprovechamiento de recursos naturales no renovables, en el caso boliviano: gas y minería, esto es, el patrón de acumulación fundado en actividades extractivas de recursos naturales no renovables. Tampoco puede demostrarse que se haya logrado avanzar en el principio de la defensa de los recursos naturales renovables y prosigue la invasión de áreas naturales, como lo demuestra la reciente aprobación de la ley que elimina la intangibilidad del Tipnis.
Fernanda concluye que “una de las principales lecciones de estas experiencias fue la incapacidad por parte de los gobiernos progresistas, de comprender la gran novedad de inicio del Siglo XXI; la insostenibilidad ambiental de un modelo de crecimiento ilimitado”. Prosigue: “el cambio climático, los desastres y desequilibrios ambientales y el agotamiento de los recursos naturales son las nuevas verdades que no fueron asumidas por estos gobiernos y, claro está, tampoco por la oposición”.
Pero, además estos gobiernos no abandonaron un sistema de gobernanza política, es decir la relación Estado y sociedad en la gestión de poder, mediante la gestión vertical, de arriba hacia abajo, y no se preocuparon por el fortalecimiento de espacios locales de deliberación democrática. En el caso boliviano, la centralización del poder resulta evidente en la pérdida casi total de las autonomías locales y regionales, a lo que se añadió la concentración en el manejo de los recursos fiscales, en algo más del 80%, por el Gobierno, ello unido a fuerte indicios de corrupción. Como concluye Fernanda, “estos gobiernos mantuvieron lógicas rentistas, profundizaron prácticas clientelares y prebendales con manejos no transparentes de los recursos públicos.
Pese a toda esta experiencia reciente, con casos dramáticos como el de Venezuela, que ya raya en lo insólito, o el de Bolivia, con el alejamiento creciente entre los que creen en el modelo político instalado y sus resultados a la vista, la autora hace un planteamiento futurista que estaría basado en un rol más activo de los actores ciudadanos con identidades, modos de vida propios, saberes y prácticas para el desarrollo económico y social de localidades, países y regiones.
Una visión romántica del futuro que tendría autoridades y ciudadanos virtuosos.
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