Augusto Vera Riveros
Al aproximarnos a los 200 años de independencia, aún no hay unanimidad entre los historiadores respecto al papel, personalidad e influencia que en los primeros años de la república tuvo Casimiro Olañeta. El gran orador de la Real Audiencia de Charcas que unas veces es nimbado y otras destituido del más mínimo merecimiento en el ejercicio de los altos cargos que asumió y aun en el orden moral, ocupa, no obstante, lugar preponderante en la historia, sin haber sido ni tan pecador ni muy virtuoso, sobre todo por su actuación en la construcción previa al nacimiento del nuevo Estado.
Este hombre que poseía el don fascinante de la palabra, la valentía del audaz, la sagacidad del lince y, por si fuera poco, un reputado nombre heredado de una prosapia de la que no estaban ausentes los títulos nobiliarios, ha prestado tan valiosos servicios al país como intrigas, perpetrado en la política. Injusto sería desconocer en él su sentido indiscutiblemente nacionalista y su anhelo de instituir una patria soberana. Aunque transitaba con facilidad alarmante del banquillo del acusado a victima capaz de condoler al más insensible de sus adversarios, muy íntimamente se mofaba de todo el mundo. De formidable vena polemista y consumado lenguaraz, alcanzó, no sin razón, celebridad como el más inteligente de los políticos de su época.
Su vida, en ese contexto, fue marcada por una frivolidad que comenzó por traicionar a su tío, el realista Pedro de Olañeta. Y es que al carecer de todo principio moral y de lealtad, más adelante Bolívar, Sucre, Andrés de Santa Cruz, Velasco, Ballivián y muchos otros han probado la ponzoña de su insidia.
Parece, sin embargo, haber acuerdo entre los historiadores en que, pese a las veleidades de este arrogante doctor, de cuyos labios no salían más que palabras, aunque hipócritas, por nadie mejor pronunciadas, no se aprovechó de los dineros del Estado que entonces eran tan miserables, ni sometió en su prolongada permanencia en el poder a ningún gobernado.
Que Casimiro Olañeta haya sido el artífice exclusivo del nacimiento de Bolivia resulta un exceso, porque el Libertador de naciones quiso la independencia del Alto Perú, como un paso para la conformación de una unidad mucho más grande, que la hiciera poderosa, expresada en la Gran Colombia.
Olañeta fue, eso sí, un ferviente defensor de la causa independentista en el Congreso Constituyente de 1826, escenario en el que con su extraordinaria elocuencia y elevados conocimientos adquiridos de sus lecturas de los clásicos, de los doctores de la Iglesia y de los modernos escritores franceses, demostró que en intervalos de su vida, podía alcanzar perfecto equilibrio entre talento y voluntad, resultando de tal conducta, efectivamente la independencia del Alto Perú, en circunstancial sumisión precisamente al ideal de Bolívar.
Raras veces las aspiraciones de la “gente decente” y de los cholos se vieron fielmente interpretadas en aquel Congreso, donde los magistrales alegatos brotados de la mágica dicción del doctor de San Francisco Xavier, cautivaron al selecto auditorio que esperaba deleitar sus oídos con anhelante expectación. Qué lástima que tan desarrollado intelecto no siempre haya sido volcado en aras de un ejercicio político leal. Su habituado transfuguismo le significó que el noble Sucre, aludiéndolo en carta dirigida al Libertador le previniera que: “uno nunca debe confiar en un contingente que ha desertado”. En la Bolivia de hoy abundan los Olañetas pérfidos, no se ha replicado alguno lúcido.
El autor es jurista y escritor.
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