Ya pasaron de moda los Pinochet, Videla, Stroessner y demás militares entorchados y se está retornando a las dictaduras tropicales de los Gómez, Batista, Trujillo y Somoza. De las terribles e incontables violaciones a los derechos humanos, donde se “suprimía” a miles o simplemente desaparecían, se está volviendo a la sordidez novelada de personajes extravagantes descritos en El señor Presidente, El Recurso del Método, Otoño del Patriarca, o La Fiesta del Chivo. Se vuelve a esas dictaduras lujuriosas, de orquestas, brillos, mujeres, ron, habano y cafecito.
Ahí no califica S.E. porque es un dictador del frío, no porque desconozca el trópico, sino porque nacido en la gélida Orinoca y funciona con letrados absolutamente altiplánicos - salvo unos pocos cambas desviados- y por sus modos no se lo puede comparar con la personalidad de los dictadores del Caribe, amantes del sexo pringoso por el calor, que iban a la caza de adolescentes aterrorizadas o que maltrataban a cortesanas complacientes que tenían por sirvientas.
Dejemos por esta vez a quien viene del frío y cuyo temperamento sigue helado, y ocupémonos de los tiranos de Venezuela y Nicaragua, calcados de las mentes de Asturias, Carpentier, García Márquez y Vargas Llosa. Que S.E. siga elucubrando cómo perpetuarse en el poder enredando la Constitución y poniendo patas arriba al Tribunal Constitucional, mientras que sus colegas caribeños, tramposos también, tienen la desfachatez de no darle más vueltas al asunto que les interesa y le quiebran el espinazo a la oposición al son del mambo o de la salsa.
Los dictadores caribeños, con excepción del sesudo Fidel Castro, han sido matones de apretar el gatillo si más apuraba. Castro está en la lista de los autócratas americanos que planificaron el exterminio de sus enemigos políticos sin pringarse las manos de sangre él mismo. No hubo necesidad de hacerlo. Tuvo el gran aparato represor montado por la URSS, unas verdaderas “checas” que asolaron la isla y no dejaron títere con cabeza. Sus amoríos, si los tuvo, pasaron inadvertidos, ocultos, como sus borracheras.
El marxismo estaba instalado en la cabeza de Castro que era un dogmático comprometido y jamás exhibiría al pueblo lo que se llama la joda. No lo hizo Lenin ni Stalin ni Kruschev ni ninguno de la gerontocracia soviética; ni Mao en China. El pudor revolucionario era muy grande, aunque todos, como es natural, hubieran tenido amantes y bebido miles de litros de vodka. No es el caso de los Chávez, Maduro u Ortega, que nunca supieron nada de nada y que lo único que les interesó fue mandar por el enfermizo deseo de liberarse de atávicos resentimientos. La ignorancia y el resentimiento son un explosivo letal en la política y los estos fanfarrones son el peligro más grande desde el momento en que aceden al mando de una nación.
Chávez y Maduro han sido -el uno y el otro- el sumun de la voluptuosidad del poder. El mando les resulta aparentemente sensual, por sus actos que están a la vista. Y ni qué decir de Ortega que suma a lo lascivo que le significa el mando, lo libidinoso en su vida familiar, retratado en la imagen pública del mandatario. Y si es así, ¿por qué los elige el pueblo? Simplemente por ignorancia y porque el fraude -como en Bolivia- se ha institucionalizado.
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