Desde sus inicios, el cristianismo y las Sagradas Escrituras tuvieron dos objetivos: adorar y honrar a Dios cumpliendo sus mandamientos y velar por el bienestar del ser humano. El cristianismo en sus diversas iglesias que han poblado el mundo, Católica, Ortodoxa Griega, Ortodoxa Rusa, Anglicana, Copto Egipcia, Birmana y muchas otras cristianas protestantes y hasta sectas cristianas han buscado el bien del ser humano, un bienestar referido al espíritu y a las condiciones de vida, a su seguridad y tranquilidad por ser un “templo de Dios”, un sitio de amor y armonía, de concordia y unidad con el Creador y con sus semejantes; son posiciones que nunca se han alterado y que se ha buscado consolidar y fortalecer a través de los tiempos.
Dentro del marco de buscar el bienestar de la humanidad, la Iglesia Católica ha cumplido con esos deberes y obligaciones y no claudicó ante nada ni ante nadie de esa posición de servicio y amor que Cristo le impuso y que se cumplió debida, puntual y constantemente. En todo tiempo, los poderes políticos instaurados en la vida temporal del ser humano, han buscado que la Iglesia reduzca sus actividades y su misión humanitaria y evangelizadora a dos sitios: el púlpito y la sacristía, dos espacios ubicados en las iglesias y que sirven para cumplir con la prédica evangélica y con los oficios religiosos.
Quienes han tenido -o lo tienen actualmente- poder político de alguna naturaleza, siempre han creído que la Iglesia “no debe meterse en cuestiones que atañen al hombre, que su labor debe circunscribirse al campo netamente religioso porque lo demás implica interferir con las autoridades y las leyes”; extraña forma de pensar sobre la función y misión de la Iglesia que si no cumple la misión de velar por el bienestar y salvación temporal y eterna del ser humano, no tendría razón de ser y menos de actuar en los campos que atañen al hombre, a sus deberes y responsabilidades que debe tener en la vida.
Jesús, Dios y Salvador de la humanidad, al reiterar que el hombre debe cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios, dijo a sus discípulos: “Yo os doy un otro mandamiento: Amaos los unos a los otros”, este mensaje es terminante y categórico y muestra cómo la Iglesia católica cristiana debe amar y servir al ser humano. Ese amor cristiano consiste en que no sólo las expresiones de cariño, afecto y respeto debe merecer el hombre, sino ser visto como hijo de Dios, amarlo y servirlo en sus urgencias y necesidades, atenderlo en situaciones de enfermedad, hambre y urgencias, ser defendido, respetado y considerado, creer en sus derechos y ayudarlo en el cumplimiento de sus deberes, sentirlo como parte propia, tener fe y confianza en él, dialogar y convenir con él respetando sus ideas, criterios y puntos de vista, entenderlo en sus aspiraciones y necesidades, aceptar conciencialmente que él es también hijo del Creador como somos todos. Amar al prójimo es buscar y encontrar los mejores medios de vida y bienestar temporal para él y su familia, aceptando que, como seres humanos, pueden cometer errores y, muchas veces, incumplir principios y valores. Ellos, como todos, merecen el perdón porque Dios ya los perdonó y se encargará de acrecentar sus virtudes.
La Iglesia, fiel a las enseñanzas del Salvador, sirve y enseña, muestra caminos de perfección, siente el dolor de sus semejantes y, en la medida de sus posibilidades, ayuda a su alivio. Cree, conjuntamente sus miembros, que servir es amar consciente, responsable y honestamente, pese, inclusive, a la presencia de muchos de sus integrantes que obran mal, causan daño, lastiman la dignidad de niños y mujeres, complotan contra su propia Iglesia a la que deben respetar, amar y servir; ellos, atenidos a que no hay freno para lo mal que obran y menos castigo para los delitos que hubiesen cometido; pero, estas son minorías que, por su falibilidad humana, han caído e ignorado conductas que debían mantener incólumes en servicio y beneficio del hombre.
Si la Iglesia no obrara como lo hace, no merecería ser obra de Jesús que, durante su vida en la tierra sirvió a los hombres, hasta multiplicó cinco pescados y cinco panes para alimentar a más de cinco mil personas, transformó el agua en vino, resucitó a muertos, curó a paralíticos, tuberculosos y a ciegos y sólo hizo bien a todos hasta culminar con el perdón a sus enemigos; todo eso es servicio, no es “estar para la prédica de la palabra solamente”, es práctica y amor de esa palabra y es mensaje que muestra que la Iglesia debe servir y amar sin medida y con valentía y coraje, debe condenar a los malos gobernantes y exigirles que cumplan con sus pueblos, que eviten las egolatrías y la corrupción, que hagan el bien para el desarrollo y progreso de sus naciones. La Iglesia, pues, no es misión sólo de sermones y sacristías, es entrega, es amor y conciencia de servicio. Quienes le endosan malos comportamientos es, simplemente, porque obran por resabios de la propia conciencia que sabe cuánto no se ha cumplido en servicio del hombre y del Estado al que se debe administrar con eficiencia, honestidad y responsabilidad.
La Iglesia Católica tiene su lugar en el mundo y así será “hasta la culminación de los siglos” como Cristo expresó. Y pese a lo que dicen voces interesadas, hay una verdad terminante: la Iglesia de Dios es eterna y el gobierno, cualquier gobierno, por prorroguismos que busque, es momentáneo, efímero y circunstancial.
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