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[H. C. F. Mansilla]

Diferencias entre generaciones juveniles en los últimos tiempos


Investigaciones sociológicas realizadas en numerosas sociedades concuerdan en que las principales pautas de orientación de los jóvenes en la actualidad son las modas dictadas por los medios masivos de comunicación. Esto ha sido así a lo largo de toda la historia universal y no tendría ningún valor científico, si no precisáramos que los jóvenes del presente se consagran al consumismo desenfrenado, al hedonismo mercantilizado, a la indiferencia política y a la falta de ideales altruistas con un genuino celo religioso.

En casi todo el planeta la cultura juvenil celebra la “frívola levedad de la vida”, como escribió Mario Vargas Llosa. Se trata obviamente de generalizaciones y exageraciones, que, como tales, simplifican una realidad más variada y compleja. Pero sin un mínimo de generalizaciones nos hallaríamos en dificultades para decir algo que no sea la mera reproducción de múltiples casos fácticos y no podríamos aprender algo que nos ayude a orientarnos en la selva que es la vida social.

Hace escasos cincuenta años la juventud tenía otros valores normativos. Con anterioridad a la actual masificación globalizada, la juventud representaba una edad incomparable por varios motivos, no sólo a causa del aura que circunda e ilumina esta hermosa edad. Aunque parcialmente, en ella ardía el fuego de la utopía y la renovación sociales. La generosidad y el desprendimiento constituían rasgos indelebles de su carácter; y se hallaba abierta hacia los tesoros del conocimiento y la cultura. Es obvio que hablo del pasado, embellecido probablemente por la distancia y la nostalgia. No compartí nunca los designios mesiánico-marxistas que abrazó la generación de 1968, pero me gustaba el entusiasmo, el desprendimiento y la ilusión que irradiaba. Los jóvenes de antes acariciaban quimeras y sueños proclives al engaño y al totalitarismo, pero también favorables a la esperanza de un mundo mejor.

Lo más rescatable y valioso de aquella juventud era su curiosidad hacia otros mundos y otras épocas, es decir el deseo desinteresado de aprender y comprender. Todavía era usual el admirar las grandes obras del arte y la literatura. ¿Quién entre los jóvenes lee ahora obras de literatura o visita un museo? Muy pocos, por cierto. Existía el anhelo de entender los grandes proyectos civilizatorios que estaban lejos de la vida cotidiana. Sobre todo en el ámbito universitario flotaba un resto del clásico vínculo entre eros y logos: la liberación sexual andaba de la mano de posiciones políticas progresistas. Luego todo esto fue uniformado, desnaturalizado y envilecido por la globalización comercializadora que ha invadido el planeta.

La aspiración de comprender mejor la vida social no es algo tan absurdo como parece hoy. En la esfera de las relaciones entre grupos y naciones, por ejemplo, la humanidad recorre senderos que alguna vez ya han sido probados o imaginados por alguien. En este sentido y particularmente en los terrenos de la política y la ética, la historia sigue siendo la maestra de la vida.

En el presente no existe casi nada de aquel designio de conocer mejor la propia sociedad y las ajenas. Según Vargas Llosa, los jóvenes de hoy no desprecian la cultura porque ni siquiera se han enterado de que existe. Esta es, manifiestamente, otra exageración, pero lo que sí es cierto es que los jóvenes acuden hoy a las universidades para seguir carreras comerciales, muy alejadas de la investigación científica. Y los pocos jóvenes que se dedican a disciplinas humanistas quedan seducidos por teorías postmodernistas y por los llamados estudios postcoloniales, corrientes que exhiben una inclinación convencional a mezclar un marxismo tercermundista muy diluido con argumentos enmarañados, difusos y abstrusos. Mediante una fraseología complicada quieren sugerir que elaboran pensamientos complejos. El idioma más usado es un curioso castellano que imita al inglés americanizado de corte mercantil.

Lo criticable de estos enfoques es, sobre todo, su carácter previsible. Si las conclusiones están ya predeterminadas, faltan los elementos de sorpresa y admiración, y, por ende, la posibilidad de aprender algo genuinamente nuevo.

 
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