La frustración de una parte de la población catalana ha debido ser dolorosa cuando se dio cuenta de que sólo había vivido un sueño que no tenía futuro. El independentismo que alentaban muchos catalanes -muchos otros no lo quieren- estaba destinado al fracaso por una cuestión que no es menor: el liderazgo. Pero no solamente porque ese liderazgo hubiera sido incapaz, que lo fue, sino que estaba contaminado por una corrupción abominable que se instaló en la Generalitat, en cuanto reinó la democracia en España.
La sucesión Pujol-Mas-Puigdemont no funcionó por el pecado original de la corruptela que costó a Cataluña y al resto de la nación miles de millones de dólares. Y también al afirmar rotundamente que Cataluña no era parte de España - asunto históricamente muy discutible- que ha calado en una parte de la juventud. Cataluña cuenta con una amplia autonomía, sin embargo, su dirigencia, no conforme con eso, quiso, a partir del 2012, funcionar en la práctica como otro estado. Esto pasaba, sin miramientos, por encima de la Constitución tan difícilmente elaborada y pactada en 1978, y aceptarlo hubiera provocado no solo la secesión, sino un caos de dimensiones inimaginables en el resto de España. Lo cierto es que España, si comparamos con Bolivia, es un auténtico Estado Autonómico y no tiene nada que ver con la autonomía tramposa, aprisionada en una jaula de hierro, que ha montado el Estado Plurinacional.
Hasta para las personas menos avisadas en cuestiones políticas europeas, Carles Puigdemont no era un líder confiable que pudiera convencer al mundo de los derechos catalanes a la independencia. Como tampoco Junqueras, que al parecer tiene ese vicio que se ha puesto de moda, que es la impostura de los segundones. Puigdemont nunca pareció una persona seria, más se asemejaba a un demagogo irresponsable, al extremo de que el hombre que lo definió mejor, fue el veterano y mordaz líder socialista Alfonso Guerra, quien dijo de él algo como que “soñaba con ser un héroe legendario y resultó siendo un payaso de ópera bufa”. La huida precipitada de Puigdemont, abandonando su patria, lo dice todo. Y la fuga de empresas y capitales fuera de Cataluña fue peor.
Es que nadie puede comprender cómo Puigdemont pudo avanzar tanto, sabiendo perfectamente que existe una Constitución vigente y un articulado que no admite actuar fuera de la ley. El artículo 155 es muy claro cuando expresa que no se permitirá a ninguna región ir contra el interés general de España, pero que, además, se adoptará las medidas necesarias para proteger ese interés nacional. Es de imaginarse que si una región pretende independizarse debe contar con uno de dos asuntos indispensables: la fuerza o la ley. Cataluña no tiene fuerza militar propia (aunque trató de militarizar a los Mossos de Esquadra) y la Constitución sanciona drásticamente el propósito de los independentistas.
La sociedad catalana, gente de emprendimiento, de valores, y de extensa cultura, está profundamente dividida en pro y en contra de la independencia, y Cataluña tiene al frente al Estado español y naturalmente, como se ha visto, a la Unión Europea. Un pueblo de tales condiciones no merece soportar una dirigencia irresponsable que los divide y los humilla.
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