Ernesto Bascopé Guzmán
Así sea sólo por curiosidad científica, sería interesante evaluar los efectos en la ciudadanía del incesante y costoso bombardeo de propaganda gubernamental: ¿irritación o indiferencia? Habría que incluir en el análisis el impacto de la infame consulta al TCP sobre la inaplicabilidad de ciertos artículos de la Constitución, verdadera instrucción del poder para desconocer el resultado del 21F. Al respecto, cabría interrogarse si el falso suspenso generado por este procedimiento provoca algo de angustia entre la gente, considerando la posibilidad de vivir pronto en una autocracia disfrazada.
Esperando que alguna universidad se atreva a lanzar este proyecto científico, vale la pena proponer una serie de ideas preliminares. Habría que comenzar con una constatación, evidente pero no menos preocupante: el Gobierno ha logrado, con su propaganda y monopolio mediático, que el debate sobre el porvenir de Bolivia se reduzca a un concurso de caudillos. Es decir, la política nacional se ha convertido, en gran medida, en una discusión sobre quién tiene mejores posibilidades de vencer a Evo Morales, olvidando toda consideración ideológica y dejando en segundo plano cualquier propuesta de reforma social o económica.
En ese sentido, una buena parte de la población parece haber caído en esta peligrosa trampa, para alegría del partido de gobierno. Esto ha necesitado de la complicidad de las élites intelectuales, todavía incapaces de romper con el masismo, y de los partidos políticos tradicionales, convencidos ingenuamente de poder ganar al MAS en su juego y con sus reglas. Éstos últimos no logran arrebatar la iniciativa al MAS y, por su ausencia de propuestas, contribuyen a sostener la idea de que el destino del país debe jugarse en un duelo de personalidades.
En efecto, los partidos de oposición estiman que si logran escoger a un candidato único, el masivo descontento contra el gobierno se traducirá en votos y, con algo de suerte, en una victoria electoral (asumiendo que el MAS aceptará dejar el poder si pierde las elecciones). Y sin embargo, dichos cálculos, que pecan por un exceso de optimismo y simplicidad, no pueden funcionar.
Ello, ante todo, porque la insatisfacción contra la actual gestión asegurará cuando mucho un porcentaje determinado de votos, pero en ningún caso basta para garantizar la consolidación de un frente político alternativo. En otras palabras, es absurdo creer que el rechazo al autoritarismo y corrupción del gobierno es suficiente para obtener adhesión y compromiso entre los ciudadanos, elementos indispensables para el sostenimiento de cualquier proyecto político.
Si la oposición política no sale del marco impuesto por el oficialismo, es seguro que una parte apreciable del electorado hará un cálculo muy simple en 2019: más vale votar por el gobierno actual, con la esperanza de que al menos garantizará la estabilidad social, en lugar de uno nuevo que no tendrá ni la base ni la militancia para enfrentarse a un MAS que, imposible dudarlo, optará por la oposición sistemática. Nadie sostendrá a un gobierno sin posibilidades de tomar decisiones y que acabará como rehén del masismo. Ahí terminarán los sueños de los que juegan a fabricar un caudillo que sustituya a Morales.
La solución debe implicar salir del campo delimitado por el oficialismo. Esto significa, entre otras cosas, llevar el debate al terreno de la ideología y de la visión de país, donde el oficialismo tiene las de perder. Será necesario, por ejemplo, revelar la naturaleza tecnocrática y de la Agenda 2025 y desnudar la ausencia de propuestas del partido de gobierno, así como su incapacidad para entender un país cada vez más complejo y diverso.
Ni candidaturas únicas, ni nuevos caudillos, recuperar la democracia exige ideas innovadoras y una propuesta para el país del futuro. Como en la vieja consigna, se trata de llevar la imaginación al poder. ¿Quién se atreverá a aceptar este desafío?
El autor es politólogo.
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