Con Jaime Humérez hemos sido duros contendientes en el periodismo entre los años 50 y 60. Su trinchera era Presencia y la mía EL DIARIO. Una vez nos dejó muy afectados, consiguió publicar el diario del guerrillero Che Guevara, que en ese tiempo ensombreció la vida nacional con sus aventuras e indeseable presencia.
Averiguamos cómo pudo darnos tan duro golpe y luego supimos que, efectivamente, él nos llevaba ventaja, por cierta circunstancia de un redactor suyo, que no es de mencionar ahora, como tampoco lo hicimos entonces. Pero el golpe nos lo dio y ha sido irreparable, en ese tiempo.
Poco después, empero, tuvimos oportunidad de reparar en algo la dolencia que nos deparó. Conseguimos que un colega amigo que trabajaba en “La Prensa”, de Lima, tome el mismo avión que ocupó otro personaje importante de la época y lo entreviste exhaustivamente. Lo consiguió y tuvimos también la primicia, aunque no de la magnitud de la que logró Presencia. Pero conseguimos en algo el desquite periodístico.
Menciono estos casos para hacer ver a los lectores actuales que el periodismo de décadas pasadas era exigente, casi todos los días teníamos que librar alguna batalla. Por tanto, la rivalidad profesional de EL DIARIO y Presencia duró buen tiempo.
Empero, al margen del trabajo, las redacciones de los dos diarios sostenían una buena amistad. Compartíamos noches de bohemia, sin que jamás hubiera habido incidente alguno que las empañara. Pues, de uno y otro lado, deponíamos las armas profesionales y lidiábamos en juegos y competencias, pero esencialmente enriquecíamos la amistad personal.
Desde entonces mantuvimos con Jaime una amistad fraterna, no siempre podíamos reunirnos, pero sea por teléfono o a través de las visitas que le hacía en su casa del Barrio del Periodista, por cuyo logro luchamos codo a codo, conversábamos de todo un poco, aunque, por lo general, acerca del tema que nos arrebató la vida, el periodismo.
Por todo ello, su partida al más allá la sentí como la de un hermano ejemplar, por su calidad humana y su alto nivel profesional, el cual lo condujo por otros proyectos periodísticos, en los que siempre lucía su calidad en el trabajo, pero sobre todo su buen humor, el respeto por los demás y su señorío personal.
Sentí mucho que la enfermedad que lo atacó fuera tan severa, pero le hizo frente con toda integridad. Las limitaciones que ella le imponía las cumplía sin lamentos ni enojos, aunque era la familia la que sobrellevaba los pesares, en especial su apreciada esposa, Nely. Ambos se casaron jóvenes y muy guapos, tuvieron una prole notable, siete hijas, una de las cuales es monjita.
A la hora de despedirlo, lo hacemos con mucho pesar, pero a la vez con resignación, pues la enfermedad que lo atacó ha sido muy extrema. Sólo un carácter como el de Jaime pudo sobrellevarla por buen tiempo y siempre luciendo su acostumbrada sonrisa y buen temple para no deprimirse y menos perder su distinguida calidad de amigo, dotada de caballerosidad y simpatía.
Con su ausencia, el periodismo boliviano ha perdido a uno de sus mejores profesionales, pues durante más de media centuria se destacó como digno y calificado periodista. Paz en su tumba y todo mi aprecio para su esposa Nely, mi amiga, y sus hijas, con las que comparto su fe religiosa.
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