Cuento de Lorena Mendoza Aduviri
1994, recuerdo vagamente el momento en el que viajaba en tren; el sonido de los rieles, el movimiento distendido entre mi madre y yo. A través de la ventana veía miles de árboles verdes e inmensos a los costados. Me parecía el lugar más tranquilo de la tierra, en una época pasada que trato de recordar con desesperación, en momentos en los que quisiera que no haya nadie más. Así como el tren llego a su recorrido final, llegó el recorrido final de los trenes en este país; nunca más los volví a ver, ni a mi madre. ¿Dónde pudo haber ido, que no volvió más? Siempre recordaré las palabras frías que me decía: “Vos ya eres grande para vestirte”.
En aquel entonces la policía vino a buscarme para llevarme pero no me encontró, mi vecina les mintió. Ella fue quien me oculto, la señora Betty que atendía la librería al lado de mi casa. Esa mujer seria, con rostro inexpresivo, decidió ocultar la verdad entre sus respuestas cortas y esas personas que me querían llevar no volvieron más.
Tenía un ritual sagrado que cumplí por 10 años: ayunar los domingos, comer sobras los sábados, desayuno y almuerzo los demás días. Trabajaba ayudando en la pensión de la esquina junto con hombres y mujeres mayores; mi trabajo era lavar los platos, vasos y cucharas. Era un lugar lleno desde la mañana hasta la noche, hombres de trajes negros se sentaban sobre mesas de roble frío a discutir temas ocultos en voz baja.
Cuando el lugar cerró, yo ya tenía 15 años, y seguía viviendo sola en la casa de mi madre, al cuidado de mi vecina que se ocupaba de la luz y el agua. Quería mucho a todos aquellos que me ayudaban, aunque nunca tuve el tiempo para decírselos, pero sé que lo saben. No fui a la escuela como muchos otros, pero aprendía a leer en la biblioteca. Ese lugar santo, lleno de papel abría los domingos, esa mujer joven que le tenía miedo a todo, tímida pero de brillante imaginación, me obligaba a ir un día a la semana. Nunca supe por qué le interesaba que fuese, o por qué venía a trabajar en su día de descanso o el por qué un día marchó de ese lugar. Ahora la biblioteca es una casa abandonada. Aunque todavía guardo algunos libros que logré robarme mientras los leía a la luz de la primavera.
Esa mujer, mi vecina, la señora Betty, siempre me parecía impresionante, no me sonreía ni me hablaba, sólo me miraba disimuladamente mientras pasaba por mi lado. Nunca pude hablar con ella, porque dentro de mí sentía una increíble admiración que me dejaba muchas veces sin palabras y llena de curiosidad por saber más de ella, era esa admiración que parecía un trueno desencajado en un desierto caluroso. Yo sabía que ella era alguien más, pero que no quería que nadie más se entere, para que nadie la mire. Su discreción era su manjar personal que disfrutaba en la terraza de su casa construida en una colina al lado mío. Se quedaba a vigilar de noche y de día silenciosamente, mientras personas vestidas de arapos negros irrumpían a la mitad de la noche.
El día que perdí mi trabajo ella me llamó, con un gesto de mano que hice, entré a su casa por primera vez. Ahora estoy en este bus camino a Sorata, este es mi primer encargo: una bolsita negra oculta en mi mochila. Debo ir a dejarla a un tipo en un lugar específico conocido como La Gruta… porque ahora este es mi trabajo.
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