Democracia y Estado de Derecho no se concibe una sin el otro. La democracia se basa en la voluntad soberana del pueblo que se manifiesta por el ejercicio del voto, la división e independencia de los poderes, el respeto a las minorías y suficientes garantías de libertad, derechos humanos y dignidad.
El Estado de Derecho es incompatible con la autocracia o con la dictadura que conforman una perversión de la democracia. En la dictadura el autócrata absorbe la totalidad de los poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Si bien la complejidad de la sociedad actual hace imposible que un solo hombre maneje todo el aparato estatal, el dictador se da modos para lograr la sumisión y docilidad del resto de los poderes, manejando con mano férrea el Ejecutivo.
Ahora bien, un régimen de esa naturaleza puede convivir con formas opositoras reales o ficticias, aunque ineficaces, anuladas por una mayoría legislativa impuesta y dependiente. En ese panorama la democracia es sólo una cáscara vacía, una máscara o mera fachada. Sin embargo -un tanto idealizada- la democracia como sistema de gobierno goza de prestigio posmoderno y ningún régimen deja de adjudicarse tal título; inclusive los gobiernos izquierdistas se motejan tautológicamente “democracias populares”, ni qué decir del “socialismo del Siglo XXI”.
La reelección indefinida o vitalicia es un disfraz de autocracia que sus actos no tardan en desnudarla crudamente. Uno de sus caracteres es el endiosamiento del “monarca sin corona”, a cargo de sus paniaguados seguidores que lo miran como insustituible. El pesado aparato de poder blande como látigo el temor sobre el resto de la sociedad, incubando la corrupción y los vicios de una oligarquía emergente. Véase cómo nos encontramos en el país en este estado o al borde de que se convierta en realidad.
Resulta superfluo tratar de caracterizar el Estado de Derecho, ya que lo anterior es su antípoda y solo subrayaremos que el Derecho no puede supeditarse a la voluntad de una sola persona, ni a sus decisiones caprichosas, atajos por los que transcurren las “democracias” aparentes o dictatoriales. El Estado de Derecho se conoce también como Estado Constitucional y como tal exige estricto acatamiento y cumplimiento de la Carta Magna. Cuando se la incumple según las conveniencias o inconveniencias del mandamás, sucumbe entre sombras el Estado de Derecho o Constitucional.
La democracia directa nos remite a la antigua Grecia, en algunas de cuyas Ciudades Estado gobernaban directamente los ciudadanos. A la democracia moderna se la conoce como indirecta o representativa por el voto ciudadano para la elección de sus representantes, conformando mayorías y minorías en el Poder Legislativo. Contemporáneamente se plantea la democracia participativa que la Constitución de 2009 incluye bajo el epíteto de participativa, representativa y comunitaria. Ésta última según los usos y costumbres de los pueblos indígenas, al paso que por mandato constitucional el Estado pretende hacerse participativo a través del referendo, la iniciativa ciudadana, la revocación del mandato, además de la asamblea, el cabildo y la consulta previa. Estas formas lejos de ser innovadoras están a disposición de cualquiera en Internet y sucede lo propio con la doctrina indianista y el “neocolonialismo”, que se trata de endosarnos con registro de marca nacional, sin mención a la Organización de Naciones Unidas (ONU) donde se originan.
La democracia sucintamente relatada aquí, en puridad es un sistema de Gobierno. En nuestro medio se la entiende instrumentalmente como libertinaje, rayano en la anarquía. “Piedra libre” para hacer o dejar de hacer cuanto se quiere en cualquier lugar, circunstancia y tiempo. El desborde de los “movimientos sociales”, el insulto y el denuesto están a la orden del día, presuntamente justificados echando mano del recurrente “estamos en democracia”. Si estas demostraciones se encuentran protegidas por el Gobierno -cual sucede al presente- la intoxicación es completa. Si la democracia no se rige por la ley deja de ser tal y es el convite más efectivo a la disolución social. La asamblea y el cabildo a título de participación, aunque constitucionalmente tenga carácter “deliberativo”, son la puerta a la impostura y al capricho de los dirigentes temidos y amedrentados por sus “bases”.
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