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[H. C. F. Mansilla]

Reflexiones en torno a la religión en el mundo actual


Los progresos de las ciencias modernas, los triunfos de la tecnología y hasta los adelantos de las artes y la literatura han producido un mundo donde el ser humano experimenta un desamparo existencial que no sintió en las comunidades premodernas que le ofrecían, a pesar de todos sus innumerables inconvenientes, la solidaridad inmediata de la familia extendida, un sentimiento generalizado de pertenencia a un hogar y una experiencia de consuelo. Es decir: algo que daba sentido a su vida. Un sistema civilizatorio centrado sólo en el crecimiento material fomenta la soledad del individuo en medio de una actividad frenética y tiende a diluir las diferencias entre el saber objetivo y la convicción pasajera, entre el amor verdadero y el libertinaje hedonista.

Es en estas circunstancias cuando una auténtica religiosidad vuelve a cobrar relevancia. Puesto que no se puede vivir en una incertidumbre total y perenne, el ser humano debe dar sentido a su existencia dentro del cosmos. La religión ha sido hasta ahora el proyecto más amplio y efectivo para reducir el temor básico, precisamente porque es algo más que una ilusión y un auto-engaño. Además de limitar el terror primigenio, la fe religiosa representa un ensayo más o menos consistente de dar sentido a los designios humanos. El fenómeno religioso transciende la característica de un mero encandilamiento o un instrumento manipulativo de consciencias porque representa la necesidad y el anhelo de los mortales de comunicarse con lo infinito, de acercarse a lo absoluto, anhelo constitutivo de la naturaleza humana, que emerge desde lo más íntimo de la persona. Hasta pensadores nada afectos a conjeturas teológicas han admitido que las visiones religiosas son necesarias para sobrellevar la vasta contingencia del desarrollo humano, el carácter fundamentalmente aleatorio del mundo social. Frente a lo atroz que es la crónica de la historia humana, los hombres han buscado siempre una base que genere un mínimo de unidad y dé sentido al río de los sucesos. El reconocimiento de lo sagrado fue el modelo primigenio de toda búsqueda de la verdad. No podemos prescindir totalmente de este impulso primordial de ordenamiento, reflexión y conocimiento, que está ligado a la religión.

Max Weber afirmó que sólo la religión brindaba “los últimos motivos reales” para la actuación humana y, por consiguiente, el elemento más importante para edificar la vida cotidiana. Es muy probable que la religiosidad haya conformado el principio de toda reflexión ética y de la construcción de nuestros códigos morales. Y para ello se requiere de algo más que meros cálculos estratégicos para sobrevivir y para prevalecer sobre el prójimo (como muchas teorías “realistas” conciben la moral de modo reduccionista e instrumentalista). Todo sistema ético requiere de una confianza básica que predomine entre la mayoría de los miembros de la sociedad, como aquella que proporcionan los nexos primarios entre padres e hijos, que son semejantes a los que se dan entre Dios y sus criaturas.

El genuino placer, y no el grosero de esta época, preserva el recuerdo del paraíso cantado en los textos sagrados. La verdadera felicidad y sus correlatos, las nociones de desamparo, aflicción y soledad, están, de alguna manera, vinculadas a la idea de una verdad enfática, y ésta, a su vez, a la concepción de Dios. Toda actividad política razonable contiene, así sea indirectamente, principios teológicos fundamentales, como ser el amor al prójimo, el respeto a los derechos del otro y la solidaridad de todo lo viviente frente a la muerte y la desgracia.

 
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