Existe, por sus respectivas génesis etimológicas, una auténtica antítesis entre el Derecho natural y el positivo. La supremacía corresponde al primero, que existe antes que el Estado y conserva siempre su preeminencia; el Derecho positivo debe adherirse a su esencia de derecho escrito posterior.
Cuando un jurista no se encuentra limitado en sus conocimientos no deja de reconocer que el Derecho natural confiere las directrices que orientan las legislaciones. Los abogados que ostentan limitados conocimientos referentes a las cuestiones del Derecho natural, lamentablemente muchos, se limitan a dogmatizar y aplicar sin reflexión metajurídica necesaria el Derecho positivo.
El Derecho natural se apoya en su fundamento en los derechos innatos antes que en los adquiridos. Y estos derechos innatos son inherentes al ser humano antes que llegue a constituirse como un individuo social o perteneciente a una colectividad. Los segundos tienden a ser derechos que se añaden a la persona en cuanto asume su pertenencia a una sociedad, a la familia y finalmente al Estado.
La formación de un buen jurista no solo se refleja, sin duda posible, en el dominio de los códigos de todo ordenamiento jurídico, tampoco en su aplicación liberal; el Derecho natural genera en el estudiante y en el profesional abogado un ansia de elevar su espíritu y aproximarse en cada caso a la verdad que decante en la justicia; para ello estudia, reflexiona, discierne y juzga con las directrices del espíritu en la aplicación de las normas.
Una consecuente derivación es la Filosofía del derecho que asigna un valiosísimo aporte a la formación del jurista: le enseña con pasión y convicción que cuando el derecho positivo agota sus límites, se debe trasladar ese conocimiento jurídico al ámbito ontológico, que significa el ente dilucidado en su ser por el espíritu y convertido en una sola cosa con él. Entonces, aprecie el lector al jurista o abogado que aplica las leyes a pie juntillas o a aquel que reflexiona con el espíritu porque juzga a un ser humano igual que él, bajo la premisa del sumo bien, bajo el cual fue creada la humanidad.
A la justicia corresponden las siguientes máximas conmovedoras para jamás ejercitar injusticia cuando se juzga o se posee el poder de la jurisdicción: honeste vivere (vivir honestamente), sum cuique tribere (dar a cada quien lo que le corresponde), y neminem laedere (no causar daño al prójimo). A tales elevados principios de conducta humana se les podrá añadir nuestras máximas aymaras: ama sua, ama khella, ama lulla; practicando estos contundentes y reflexivos principios como paradigmas inherentes a la conducta diaria, se podría vivir, con certeza, en un mundo mejor.
El autor es abogado corporativo, doctor honoris causa, escritor.
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