Augusto Vera Riveros
“Tenemos que obligar a la realidad a que responda a nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible, hasta realizarnos y descubrirnos que el paraíso estaba ahí, a la vuelta de todas las esquinas”. (J. Cortázar).
Llega Navidad y diversidad de expresiones sobre su significado se escucha. El mundo cristiano se torna espiritual al límite, como no lo estuvo el resto del año y, entonces, se olvida la magia de esta fecha, la alegría que se apodera de los niños principalmente. Tendré detractores que estarán pensando en la pobreza de millones de ellos que pueblan el mundo y que no tienen pan que llevarse a la boca ni en esta ni en ninguna fecha del año. Y estoy de acuerdo con ellos, plenamente; pero cuando evoco el pensamiento del bruselense, no pienso en la fantasía de lo material, de lo falso, de lo ostentoso; más me invaden ilusiones sin que tenga que apartarme de lo enteramente cristiano.
Claro, no solo los niños tienen un rincón de su corazón para la ciudad escogida, para Belén. En estas fechas, parece que hubiésemos sido testigos de ella; conocemos sus calles, sus casas, su flora y su fauna. En nuestro corazón hay un Belén nevado, con ríos alegres de papel de estaño y aún, de espejo, con pastores que pisan praderas de celofán. El Belén de la realidad no es el de nuestros sueños. Allá no hay nevadas, quizá nunca las hubo en toda Palestina; luego, el Jesús que recreamos nacido bajo su profusa caída, con seguridad murió sin haber visto nunca un copo; tampoco hay frondosos bosques, ni espesos verdores de variopintas tonalidades de aserrín.
El paisaje que la Sagrada Familia vio era un yermo sobre el que se emplazaba un conjunto de casitas. Probablemente sobre un monte apenas por encima de la explanada estaba el célebre establo, y avizorando una inmediata huida a Egipto. Es tierra de olivares, viñedos y de prolíficas higueras, de esas que el Señor maldijo una vez. Y los sarmientos de las vides no tendrían por qué estar verdes en el mes de diciembre, del que se tiene certidumbre como época de nacimiento del Cristo. Mas la imaginación nuevamente nos lleva por senderos de la fantasía y nos lleva a un Belén que cada diciembre soñamos, porque el lugar donde ÉL nació no es el alegre pesebre custodiado por ángeles parecidos a los del Arca de la Alianza o campanitas colgando del techo.
Pero así es el Nacimiento que nosotros representamos y que se rinde a nuestros sueños, a nuestra alegría; con un pollino sumiso y un buey incapaz de acornar aún si de ese sublime cuadro hubiese participado el mismísimo Herodes, desdeñando la descripción melodramática de Papini, como el lugar lleno de estiércol. Creo en la teología que sostiene que fue una gruta natural como tantas del Belén del año 1: un simple peñasco saliendo de las montañas que los pastores de manos ásperas, han horadado para guarecerse del clima inclemente en principio y que fuera trono, luego, de un neonato que desde ese momento empezó a reinar.
De cualquier forma se puede pensar que José, hábil con las manos, tuvo tiempo de adecentar un poco el lugar, clavando algunas maderas que protegieran del frío, de limpiar la paja y de comprar, quién sabe, algunas cosillas.
Así nació la plenitud del Dios fulgurante de la zarza ardiendo, alojado nueve meses en el vientre de una Virgen, pero que nosotros, haciendo volar la imaginación, preferimos recrearlo no en confort; eso sí, con una alegría que no describen las Escrituras, pero que la preferimos, por nuestro amor al Niño. Por mí, está bien.
El autor es jurista y escritor
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