Cuatro vientos
Vivo cerca al Río de La Paz y cualquier ruido extraño a sus turbulentas aguas, se escucha nítidamente, sobre todo en las noches ausentes de luna.
Así ocurrió el pasado 21 de diciembre 2017, noche lóbrega y de augurios buenos o malos. No lo sé. Aunque me parecieron escalofriantes porque, alrededor de las 21 horas, el silencio se hizo astillas con el ronco y reiterado aullido de un perro.
El pobre animal, al cual no veía pero adivinaba su desesperación, recorría algunas cuadras distantes a mi vivienda. Cada ladrido enviaba un mensaje de dolor y de pánico a la muerte.
Los aullidos se alejaban un momento y retornaban estridentes. Pensé que el animal librado a su dolor, era un hocico gigante que pedía auxilio humano.
Nadie respondió. Incluso yo, quedé preso e inmóvil en mi cama, escuchando, imaginando que aquel hocico, convertido por el miedo a la muerte en un parlante descomunal, empleaba sus últimos síntomas de vida esperando una ayuda y quizá, hasta un golpe que lo matara.
Así pasó toda la noche y así quedé hipnotizado por la tragedia, recreando los escenarios que surgían cuando el perro, según yo, se arrastraba por el asfalto, negro como la noche.
Amaneció. El tráfico del transporte público sustituyó el canto de los gallos y la ciudad recuperó su espacio de ruidos interminables.
Como de costumbre, salí muy temprano de casa y al pasar cerca a la posta municipal, le pregunté al guardia por el perro y dónde había expirado.
-No señor… no hay ningún perro muerto. Era un perro grandote que se perdió y toda la noche no nos dejó dormir. Hace una hora que olfateó en aquella orilla del río y como había venido, “venteando” con su hocico, siguió en busca de sus dueños...
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