Alba Piñar
Se calcula que hay un arsenal de 650.000.000 de armas. En Estados Unidos hay más armas que personas. En la antigua URSS como en China, son incontables pero inmensas. En 2010, Google recurrió a unos algoritmos para determinar el número de libros que había y dio esta cifra: 129.864.880. A pesar de que han pasado años y de que se habrá publicado miles de nuevas historias y habrá miles de armas, se puede afirmar que hay más armas que libros.
El 8 de diciembre de 1980, Mark D. Chapman se acercó a John Lennon para pedirle un autógrafo. Después le disparó cinco veces causándole la muerte. Luego, se sentó y abrió el ejemplar de El guardián entre el centeno de J.D. Salinger que llevaba para leerlo mientras llegaba la policía. Cuando le preguntaron por qué había asesinado a Lennon, Chapman afirmó que sus razones estaban descritas en el libro que le habían confiscado junto a su arma. Dentro pudieron encontrar una nota que decía “Esta es mi declaración” y que había firmado como Holden Cauldfield, el protagonista de la historia. Muchos de nosotros creíamos que guardábamos sólo un libro en nuestra librería, pero guardábamos un relato de gran calibre.
Los libros no son armas, a pesar de que a veces los utilicemos para matar el aburrimiento. Y qué bien le hubiera resultado a Meursault vivir un poco esas horas de soledad gratificante que proporcionan. El protagonista de El extranjero, de A. Camus, asesina a balazos a un hombre que paseaba por la playa. El tedio, el aburrimiento lo llevan a asestar cuatro disparos a un árabe que «fueron como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia». Se trata de una muerte ficticia, pero nos habla de tantas otras muertes que han sucedido, y lo absurdo que un ser humano muera a manos de otro.
Nos han contado historias como la que Guillermo de Baskerville descubre que uno de los libros de la abadía está envenenado, y que al leerse mata a todo aquel que se lleva el dedo a la boca para pasar sus páginas. No extraña que en El nombre de la rosa a Umberto Eco se le ocurriera mezclar libros y tóxicos, porque pocas cosas intoxican más que la literatura para un escritor: una vez que se te mete dentro, nadie puede hacerla salir. Y tampoco se le debió escapar el hecho de que un remedio es un veneno que se administra en dosis adecuadas. Es posible que para él un libro bien leído sea la receta para enfermedades distintas. No olvidemos que en el mundo hay más de ciento treinta millones de libros, no es posible que todos lleven el mismo veneno.
Si los libros fueran armas podríamos entender por qué los totalitarismos se sienten vulnerables ante los escritores y los condenan al exilio o terminan con ellos fusilando sus ideas. Puede que para los dictadores, los libros sean armas de papel cargadas con balas de la libertad, un arsenal dañino para aquellos que ametrallan con la imposición. Si los libros fueran armas podríamos comprender cómo algunos títulos cargados de odio han ayudado al hostigamiento de algunas razas, religiones o géneros, han disparado rencor y han utilizado las palabras como un ejército frente a hombres desarmados.
Las armas y los libros no son lo mismo, aunque en ocasiones hayan hecho el mismo daño. Porque el dolor que causa sana con el curativo parche de la cultura. Si los libros fueran armas, los desfiles militares exhibirían la fuerza de miles de historias sin bandera, ya que las palabras no tienen dueño, solo intérpretes, no tienen fronteras, solo idiomas. Si lo fueran, qué diferente sería responder al grito de ¡Presenten armas!
Cada vez que los libros y la muerte están juntos nos preguntamos qué hubiera podido suceder si sólo pudiéramos defendernos con las palabras. Porque aunque los libros y las armas hayan tenido que convivir, sabemos de qué lado queremos estar, qué estadística queremos romper, qué página de la historia quisiéramos pasar.
A los libros que eran considerados peligrosos se los solía quemar, porque el fuego es un arma contra el papel. Ahora ya no se quema libros, a pesar de que Bradbury viera nuestro futuro ardiendo a 451 grados Fahrenheit. Los libros ya no son considerados peligrosos. Se los exhibe en librerías como si nada. Tal vez por eso no les hagamos mucho caso, porque un montón de páginas cosidas nada puede hacer por nosotros, contra nosotros.
Los libros no son armas ni un valor en alza porque parece que para defendernos nos bastan las palabras. Si los libros fueran armas, las bibliotecas contendrían arsenales exhibidos en las estanterías con la misma inocencia que una pistola en la funda o una espada en la vaina. En todos los casos, hace falta una persona con una cierta puntería para darle un buen uso, porque leer sin cuestionarse nada es como no dar en el blanco. Si fuera así, en las bibliotecas nos armaríamos para la vida, repondríamos nuestra primera línea con armas blancas, porque escribir es poner blanco sobre negro, como decía Mallarmé.
Si los libros fueran armas, habría países con más libros que personas, porque habría ministerios de defensa que gastarían millones en armar de historias a unos hombres que ya no se dedicarían a matarse, sino a escucharse unos a otros. Si los libros fueran armas, nos sentiríamos a salvo, porque el ambiente olería más a tinta que a pólvora. Si lo fueran, tal vez una vida no tendría el precio de una bala, el tiempo de un disparo, sino un montón de páginas por delante.
Pero en el mundo hay más armas que libros y eso es algo que sirve para decirnos qué decisiones tomamos cuando nos sentimos vulnerables, qué preferimos tener en las manos cuando lo demás nos ha fallado.
Alba Piñar es periodista.
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