El jubilado

Pertenecía al rubro de la masa jubilada. Militaba en el ramo una década y tenía cerrado para siempre el mundo del trabajo público. Al finalizar ese decenio, recordó con mucha tristeza su carrera de alto funcionario de la Cancillería. Se vio ridículo, ahora en el papel de ayudante de labores domésticas, al que había sido condenado por su amarga media naranja.

De nada le valía el voluminoso currículum, ni las condecoraciones recibidas fuera y dentro del país. Nadie, según la dueña de casa, recordaba quién fue; cuyo nombre, apellido, incluido títulos, se reunían para desgracia en el concepto aterrador de jubilación.

Sus compañeros de trabajo, también jubilados, en la misma década sufrieron cierta metamorfosis: cada uno caló sombrero negro de anchas alas, cambió el clásico terno de casimir, por una chamarra de colores y adoptó una bolsa negra de nylon, de esas de 50 centavos que se usa tanto para la basura como para los mandados. Agregó la mochila vacía para llevarla en la espalda. Parte de la nueva identidad.

La mayoría de jubilados del país viste siguiendo aquella moda. Nuestro amigo no era la excepción. Sin embargo guardaba resentimiento contra quienes lo jubilaron y en especial contra uno de ellos. Juró vengarse.

En efecto. Burlando las faenas hogareñas, se sentaba en un banco de la plaza Murillo, miraba el edificio del Ministerio de Relaciones Exteriores. Tal vez encontraría al que ejecutó su jubilación.

Una mañana gris, vio al que buscaba abrazando la puerta esquinera de la Cancillería. ¿Por qué me jubilaron? sollozaba.

Tuvo pena de aquel exfuncionario. Dejó el asiento y unos pasos más allá, en dirección al Parlamento, echó al basurero la maldita bolsa negra y dentro de ella, un largo fierro. Ya no le servía.

Retornó a consolar al hombre que lloraba pegado a la puerta. ¡Jamás atentaría contra un colega!

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