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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Balance de otro año difícil


Estoy escribiendo estas líneas desde un desierto costero que está en la península del Sinaí, a muy pocos kilómetros de Arabia Saudita y a muchos miles de mis montañas altas de los Andes. De alguna forma, es difícil estar lejos de la cuna de mi sangre, pero todos los problemas que se vive se los ve de una manera distinta cuando se está lejos de donde se ha nacido, y es en verdad así, lo estoy comprobando. El enfoque cambia y los criterios de comparación también varían. En realidad, podría decirse que el exilio aproxima más a los problemas del suelo nativo, problemas que se expresan en el arte y en el pensamiento; los viajes no son una experimentación externa, como puede por lógica pensarse, sino más bien una introspección, un buceo en el mar que es cada uno de nosotros, y, por extensión, se puede decir que estando lejos del terruño es cuando mejor se puede leer los problemas que aquejan a lo que es de uno y plantear las terapéuticas para las heridas que le duelen. Por extraño que parezca, alejarse es estar más cerca; recorrer el mundo es aproximarse. No he olvidado a Bolivia ni a sus problemas que la agobian.

Pasé al 2018 estando lejos del país, pero lo que pretendo hacer por él no ha cambiado ni espero que cambie. Estando lejos, una persona puede ver con mayor precisión y detenimiento los hechos para pensar las soluciones con una cabeza menos alocada.

La cultura de estas tierras orientales y africanas por las que estoy andando en estos días es en verdad fuerte, y si bien sus economías no son vigorosas ni prometen mucho para el futuro, son la cultura, la nación, el cuidado de la raza y otros elementos similares, las cosas que han hecho que estos Estados permanezcan relativamente fuertes a lo largo del tiempo. Bolivia aún camina a tientas en lo referente a sus posibilidades de afirmación nacional. El 2017 ha sido un año inepto y nulo; el gobierno de turno nunca miró con lentes visionarios. Fue, lamentablemente, un año más de enconos en los que solo valió el interés roñoso del politicastro. Desfalcos, vulneración sistemática de las leyes, anarquía y obstinación en el seno del poder, desmoronamiento gradual del gobierno, sinsentido y contradicción, he ahí lo que ha sido este año que termina para nuestra patria boliviana.

Las naciones latinoamericanas aún no hay sentado las bases de su cultura, de su nacionalidad; es cierto que para algunas es muy difícil (para los países de Centro América, por ejemplo), pero para países socialmente compactos como Bolivia, cuya historia milenaria es la base para la construcción del edificio nacional, no solamente es viable hacerlo sino un imperativo. Se sabe que la economía no marcha bien, y que detrás de los subsidios y las rentas mentirosas se esconde la verdadera putrefacción que se agrava más y más, pero hablando de otras cuestiones públicas, como de la educación, por ejemplo, se puede decir que no se han levantado escuelas de nivel y que no se ha tenido en la orden del día de la Asamblea el asunto de la instrucción pública y privada, y la razón de ese desdén se halla en una cosa demasiado sencilla de ser deducida: el 2017 no ha sido para el boliviano nada sino una lucha furiosa por la reelección indefinida del actual Presidente de los bolivianos; o sea que, en una palabra, esta gestión fue netamente política (en el estrecho y miserable sentido del término).

Hay que recobrar las energías que parecen perdidas, se debe hallar la manera de encaminar esta patria nuevamente en la vía del progreso, no tanto material sino más que todo y primero, moral y espiritual. Latinoamérica, desde México hasta la Patagonia, adolece de una enfermedad política que está signada por la complejidad social, pero que de ninguna manera es inexorable ni incurable. En algún momento tendremos que hallar una respuesta a los males más perentorios que aquejan a Bolivia.

Que el año que se inicia sea de bendición para el país.

 
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