La espada en la palabra
Augusto Vera Riveros
Si algún servidor público se ha instituido para defender los derechos ciudadanos individuales o colectivos contra los abusos de cualquiera de los Órganos que conforman la estructura del Estado, ese no es otro que el Defensor del Pueblo. En nuestro país, la Constitución Política del Estado y la Ley 870 regulan su funcionamiento, naturaleza jurídica y facultades.
Bolivia inauguró la institución del Ombudsman, dejando en manos de Ana María Romero de Campero la responsabilidad de tomar caución de los derechos del pueblo. Y la insigne periodista lo hizo con solvencia moral y profesional, con idoneidad funcionaria y capacidad intelectual unánimemente reconocidas. Esas virtudes la erigieron en auténtica Defensora. Más, injusto sería desconocer los eficientes y honestos desempeños de sus sucesores: Waldo Albarracín y Rolando Villena; éste último resistido en primera instancia por su discutida designación, derivada de un innegable patrocinio del partido de amplia mayoría legislativa. Demostraron ambos que estaban decididos a cumplir el rol que la Ley y la naturaleza del instituto les imponían.
Hoy existen centenares de modelos de Ombudsman en las legislaciones del mundo, pero todos están orientados a la defensa, por parte de quien ostenta la que tendría que ser augusta función, del pueblo frente a los abusos de la administración pública y ante el desconocimiento de sus derechos y garantías constitucionales en riguroso control sobre el poder político especialmente, a través de un respaldo jurídico que permita poner al descubierto los errores y arbitrariedades de la autoridad u Órgano conculcador de legítimas aspiraciones.
2016 y el próximo pasado año fueron, especial pero no exclusivamente, periodos en los que el poder político hizo uso desmedido de su representación parlamentaria y de sus determinaciones políticas, no siempre encuadradas en derecho, y por tanto violatorias del orden constitucional y las leyes del Estado. Paradójicamente, en ninguna de esas irregularidades en que el colectivo ciudadano ha visto burlada su voluntad, estuvo el Defensor del Pueblo, por lo menos, no en defensa de quien corresponde, y más de una vez su titular hizo de portavoz del Ejecutivo, tratando de justificarlo. Insólito.
El Art. 3 de la Ley 870 prevé que las funciones del Defensor del Pueblo alcanzarán a las actividades administrativas de todo el sector público y las actividades de las instituciones privadas que presten servicios públicos en los distintos niveles del Estado. De ello se infiere que, desde su mismo origen e inspiración doctrinal de la Suecia del Siglo XVI, el Defensor del Pueblo está llamado a defender los derechos civiles, constitucionales, humanos y otros, de los atropellos provenientes de los Órganos del Estado.
Desconozco la actuación de la actual autoridad, en casos menores y enteramente individuales, no lo sé, pero todo el pueblo, incluidos los que sacaron réditos políticos de tales excesos, saben que en los casos de desconocimiento a derechos constitucionales, no solo se constituyó en un observador mudo, sino que en conflictos como el del sector médico, ni siquiera intentó hacer uso de la facultad que tiene en virtud del Art. 14, numerales 1 y 7, de la ley que le es aplicable, de mediar o facilitar acercamientos entre las partes en pugna.
Sombría actuación del Defensor del Pueblo, que con los antecedentes que son de dominio público, se ha constituido en un simple adorno que no solo no reivindica los derechos ciudadanos; en triste desempeño, se convirtió en autoridad reluctante de las legítimas pretensiones del colectivo.
El autor es jurista y escritor.
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