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[H. C. F. Mansilla]

H. C. F. Mansilla

La combinación de dogmatismo y colectivismo


Empezaré con una hipótesis incómoda: el autoritarismo florece donde no hay sentido de humor fino e ironía. Este parece haber sido el caso boliviano, sobre todo en la mitad occidental del país. Desde la época de la colonia se cultiva en la zona andina un ambiente rígido y solemne, donde es improbable que la gente se ponga a sí misma en cuestión. Innumerables ciudadanos de este país creen tener razón por derecho divino. Desde los plomeros hasta los políticos, desde los conductores de automóvil hasta los médicos: todos se arrogan el monopolio de la verdad, nunca admiten una equivocación y no indemnizan a sus víctimas por sus errores. Los damnificados tienen que preocuparse ellos mismos por obtener una modesta corrección de faltas ajenas y rara vez alcanzan un genuino resarcimiento de daños.

Todo esto nos puede llevar a pensar que los bolivianos constituyen una sociedad de individualistas acendrados. Nada más lejano de la verdad. Este pueblo cultiva una mentalidad altamente colectivista, pero en el marco de una variedad específica. Los bolivianos de casi todos los estratos sociales y ámbitos geográficos defienden ciertamente con garras y uñas su propiedad, negocio y herencia, perjudican metódicamente al prójimo con tal de obtener pequeñas ventajas personales, descuidan casi deliberadamente los asuntos comunales y no contribuyen a un espíritu cívico de ayuda mutua. Este conjunto de actitudes no conforma, empero, un genuino individualismo liberal, tolerante y esclarecido -que fue el que hizo grande a Europa Occidental -, sino una defensa bastante primitiva de sujetos que tienen algo que perder. Es una postura que se niega a reconocer méritos y logros individuales; denigra a los que realmente se destacan y trata de nivelar (hacia abajo) a todo el grupo social para que el talento auténtico no pueda surgir. Esta variante del colectivismo se basa en algo practicado desde épocas prehispánicas, que es la inferioridad innata del ciudadano frente a la organización, por más pequeña que esta sea.

Este carácter colectivista se manifiesta, por ejemplo, en el poco valor atribuido a la vida de personas concretas en el mismo contexto de sujetos ávidos de perjudicar al prójimo. En las calles y carreteras ocurren a menudo terribles accidentes, pero los responsables no son castigados y las causas y las circunstancias de estos percances no son investigadas. Se tomará medidas serias recién cuando una de estas contingencias signifique una hecatombe con miles de muertos. La tecnofilia de los bolivianos conduce a que los conductores suponen que el manejo técnico de un vehículo es todo lo que tienen que saber sobre el tráfico de automotores, ignorando olímpicamente el derecho de terceros (por ejemplo: de peatones) y desconociendo las normas mínimas de seguridad.

La sociedad boliviana premia no sólo un machismo temerario con respecto a la manera de conducir, sino también el acomodo fácil y la integración al modo de vida prevaleciente, y rechaza al disidente, al que piensa y obra de modo autónomo, al que se desvía del grupo y al que exhibe espíritu crítico. Está mal visto que alguien desapruebe el ruido de las calles, las alarmas desbocadas de los vehículos y la falta de estética pública. El que censura los cables eléctricos y telefónicos por encima de las calles, el desportillado aspecto exterior de las construcciones y las aceras, el poco amor por el detalle y los acabados en cualquier trabajo, resulta un extraño, un extranjero, un desadaptado. El cultivo de sutilezas no es precisamente el fuerte de la nación boliviana, y por ello no hay una tradición científica. Pero casi nadie se asombra de todos aquellos que han desarrollado una curiosa inventiva para atracar el erario nacional.

Por estos motivos a la mayoría de la población boliviana no le preocupa el fenómeno del burocratismo, el embrollo de los trámites (muchos innecesarios, todos mal diseñados y llenos de pasos superfluos), la mala voluntad de los funcionarios en atender al público o el pésimo funcionamiento del Poder Judicial. La gente soporta estos fenómenos más o menos estoicamente, es decir, los considera como algo natural, como una tormenta que pasará, pero que no puede ser esquivada por designio humano. Es difícil imaginarse funcionarios públicos más ineficientes y más soberbios que los burócratas bolivianos. Como en numerosos países pobres, la arrogancia y la estulticia de los funcionarios se dan la mano.

Así no surge un liderazgo moderno, eficiente, objetivo y con rasgos individuales (como el talento específico para determinada función), y se acrecientan más bien los viejos vicios: la dejadez, el desdén por todo sentido de responsabilidad social, y la cobardía cívica, que se disimula como tolerancia y se expresa como una pretendida abstención respetuosa de ejercer la crítica.

 
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