Se puede decir que, salvo raras excepciones, todos los partidos políticos, tanto de oposición y gobernantes, padecen de una extrema pobreza política, por no decir ideológica y teórica. No saben de dónde vienen ni a dónde van y giran en un círculo vicioso de nunca acabar, atribuible al desconocimiento del actual estado de madurez al que ha llegado la sociedad boliviana y, además, su aferramiento a esquemas tradicionales de los que no pueden desembarazarse.
En efecto, algunos grupos partidarios, a fuerza de titularse de izquierda, buscan, recurriendo a teóricos venidos a menos, convertir el proceso histórico económico-político en “socialista”, momento del cual estamos atrasados más de cien años en relación con países europeos y para el cual no existen condiciones objetivas ni subjetivas, por más vueltas que se le dé al asunto.
Existen variantes, en ese sentido, en varias corrientes partidarias: los partidos de ideología populista que creen en utopías y “piensan” que se puede construir el socialismo sobre las comunidades indígenas originarias sin pasar previamente por la etapa capitalista, sin considerar, además, que esa ideología fracasó en todo el mundo, tanto teórica como prácticamente. Este populismo es antidemocrático y antisocialista.
Otros grupos partidarios de amigos (no partidos) tampoco tienen norte ni guía, sueñan con una restauración de viejos sistemas mediante dictaduras y sueños de verano o bien hacerse del poder para prolongar el errático sistema vigente con reformas, parches y remiendos y naturalmente gozar de las “delicias” del gobierno, aplicando medidas moralistas, luchar contra la corrupción y lindezas parecidas, limitarse a un programa superficial y satisfacer ambiciones personales. Nada nuevo plantean.
En general, se trata de una realidad alarmante que no permite salir al país del pantano en que se encuentra y, por tanto, girar “en río revuelto, ganancia de pescadores”, según la versión popular.
Sin embargo, en medio de la oscuridad ha surgido un rayo de luz: un partido político sobreviviente, (“de cuyo nombre no quiero acordarme”), ha propuesto un esbozo de soluciones que salen de lo común. Aprobó que para el caso de que un fuerte movimiento social cambie de gobierno, se debe pensar en qué clase de gobierno lo va a reemplazar, destacando que no deberá ser un gobierno individual, sino deberá ser una Junta o Gobierno provisional progresista o revolucionario, cuya tarea central y única deberá ser reunir una Asamblea Constituyente que dicte una nueva Constitución y enrumbe al país por su verdadera línea histórica nacional y democrática.
Ese planteamiento no deja de ser novedoso, haría posible una unidad política viable y evitaría la fragmentación de opiniones políticas que existe en el país y que obliga a la aparición “como hongos” de fracciones partidarias, creando un estado caótico que alarga la agonía nacional. De todas maneras, entre tanto, el panorama político nacional se presta a dar vueltas en forma indefinida alrededor de su eje, sin encontrar salida.
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