Clepsidra
Luego del extenso como ininteligible mensaje de S.E., basado casi en su totalidad en un afán temático de anteponerse al propio Bolívar como primer presidente de la nación, traté de explicar a mi nieto el significado del “proceso de cambio” y tuve que remontarme a las guerras púnicas, pasando por las médicas, deteniéndome en las étnicas, hasta concluir en la actual administración que nos gobierna.
La motivación más fuerte estaba en hacer comprender al infante que aquello de raza, etnia, tierra o religión era, por lo general, el detonante de todas las guerras que le cupo vivir a la raza humana, sin embargo, ducho el penderejil, me acorraló con dos ejemplos impactantes: El de los judíos y los árabes y el de los karas y los taras. Sobre el primero, no me quedó otra salida que remontarme a los pasajes bíblicos y rebuscar en el baúl de mis recuerdos el “Menage á Troi” entre el anciano Abraham, su esposa Sara y la esclava Agar, de cuyo connubio surgieron Ismael e Isaac, progenitores, a su vez, de los ismaelitas o árabes por parte del primero, y de los hebreos por la otra. Fue cuando la lucha por la primogenitura y la herencia paterna desató hasta nuestros días, la más alevosa de las peleas fratricidas.
Ahora bien, cuando de explicar la pelea entre karas y taras se trató, honradamente eran muy pocos los argumentos que podía esgrimir sobre esta trifulca, a más de acudir a mi propia memoria, consistente en haber vivido en este amado país 10 años antes de la revolución nacional de 1952 y, por lo tanto, las imágenes del pongo, la Mitani y el Algiri estaban todavía muy presentes en mi recuerdo. También recordé que, en dicha revolución, echando mano a los mismos argumentos que escuchamos actualmente, una gran masa de indígenas se incorporó a la sociedad boliviana (eufemísticamente llamados campesinos) portando armamento y agavillados en “Comandos Zonales”, donde se inició la milagrosa metamorfosis; el tara dejó de ser tal y los antiguos karas, por la inopia, pasaron a ocupar la situación y los espacios del primero.
La corrupción, el tráfico de influencias, el contrabando y la denodada manía de blanquear estos dineros mal habidos, pronto se tradujeron en un milagroso cambio de las interrelaciones raciales y en una versión más sofisticada que la del 52, los nuevos originarios aumentaron sus exigencias exponencialmente, e incursionaron en el uso de aviones, helicópteros, zapatas en lugar de ojotas y consecuentemente, un frenético deseo de eternizarse en el poder para seguir aprovechando esas ventajas per sécula seculorum.
Este estado de cosas conformó una nueva oligarquía criolla que, en menos de doce años, desató una nueva clase de avasallamiento y esclavitud sobre sus propios congéneres que llegaron tarde a la repartija de prebendas y debieron resignarse con poblar las urbes flotantes que circundan las principales ciudades de la república, en espera de otros cincuenta años, después de los cuales se volverá a vivir la revolución de unos nuevos procesadores del cambio.
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