El Papa Francisco, en su visita a Chile, expresó que siente “dolor y vergüenza” por los “daños irreparables” causados a niños víctimas de abusos sexuales por parte de curas del clero chileno. Notablemente disgustado y con suma amargura, dijo: “Me quiero unir a mis hermanos en el episcopado, ya que es justo pedir perdón y apoyar con todas las fuerzas a las víctimas, al mismo tiempo que hemos de empeñarnos para que no se vuelva a repetir” (ED 17/I/18).
La voz de Francisco es una más en la historia de la Iglesia, que habiendo sido expresada por muchos pontífices, condena a quienes, aprovechando su condición sacerdotal, han cometido abusos sexuales con niños confiados a su ministerio. Las vejaciones cometidas por curas, tanto seglares como de órdenes religiosas, siempre han sido condenadas por la Iglesia que uniendo su voz a las del pueblo han mostrado que esos “religiosos” no son dignos de ejercer un ministerio que debería considerarse de apostolado y servicio.
No es extraño el pedido de perdón por parte del Papa porque para las comunidades de todo el mundo no es posible concebir que quienes deben amar, respetar, servir y atender con buenos ejemplos a los niños, los agredan. Los menores no deberían ser víctimas de sacerdotes que siendo su deber dar ejemplo de pureza y amor, cometen este crimen de violación y abuso que es condenado por la Iglesia y por el mundo de feligreses. Tal conducta reprochable ha determinado, a través de los años, que muchos fieles se hayan alejado de la Iglesia. Esas violaciones no solo atentaron contra inocentes, sino que los sacerdotes han violentado sus votos, han causado desprestigio al catolicismo y han sembrado rencor, resentimientos y graves perjuicios físicos y morales no solamente a la niñez mancillada sino a sus familias.
Muchas veces se dijo, por parte de Papas y de miembros de los episcopados, que “esos sacerdotes han sido prohibidos de ejercer su misión sacerdotal”; pero ello no fue suficiente, porque si ellos cometen semejante crimen de vejación, al margen del daño causado, sientan precedentes que inspiran desconfianza, susceptibilidades y pérdida de fe en las comunidades. Esos mancilladores no deberían merecer solo prohibición de ejercicio sacerdotal, sino sufrir penas de cárcel, penas muy severas por muchísimos años, acusados de un delito que no es solamente físico sino moral, que ha determinado graves atentados a la confianza y fe de los fieles.
Condenar de palabra a quienes han inferido tanto daño no debe ser suficiente y, mientras la Iglesia Católica no decida sentar denuncias terminantes y poner en manos de la justicia a los culpables, nunca se habrá creado condiciones para evitar que se repitan tales delitos que son de lesa humanidad.
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