Ernesto Bascopé Guzmán
Aleppo, ciudad mártir, sufrió bombardeos y combates durante años, atrapada en la brutal guerra civil siria. Los ciudadanos de todos los países contemplamos, impotentes, cómo esa antigua localidad, entre las primeras ciudades de la Historia, se convertía lentamente en poco más que un montón de escombros. Durante esos años oscuros, hasta hace muy poco, la vida en Aleppo fue, sin exageración alguna, un verdadero infierno.
Sin embargo, sus habitantes -aquellos que no lograron o no quisieron huir- terminaron adaptándose a esa rutina de terror, violencia y constantes privaciones. Esto no significa, evidentemente, que la vida si hiciera más grata con el paso del tiempo para quienes se quedaron, sino que, confrontados a una situación espantosa, cada hombre, mujer y niño de Aleppo se aferró a la vida con todas sus fuerzas.
Hay que celebrar, sin duda, esta prueba de la tenacidad del espíritu humano, capaz de sobrevivir en circunstancias tan pavorosas. No obstante, también es pertinente interrogarse sobre las estrategias que permiten superar tal brutalidad: ¿endurecerse ante la violencia?, ¿aceptar la muerte y la miseria como algo natural, banal inclusive?, ¿reprimir la humanidad que nos habita, eliminar toda compasión y bondad? Aparentemente, como en muchas otras situaciones desesperadas que encontramos en la Historia, éste fue el camino escogido.
Con cierto pesimismo, podría afirmarse que el precio para sobrevivir en un entorno tan inhumano consiste justamente en acallar toda sensibilidad y aceptar las cosas como son. Se trata de una situación paradójica, en efecto, pues parece que para resistir al mal absoluto hace falta, de alguna manera, tolerar la “normalidad” de dicho mal.
La mayoría de nosotros comprenderá y perdonará que se deba llegar a estos extremos. Finalmente -triste consuelo-, se trata de circunstancias que no duran para siempre. Abrigamos además la esperanza de que las personas vuelvan a tener una vida normal, una vez libres y en paz.
Pero, ¿qué significa tener una vida normal? Recordemos que antes de la guerra, los ciudadanos de Aleppo debían soportar la opresión de Bachar al-Assad, líder de uno de los regímenes más violentos y autoritarios del mundo. No es difícil imaginar que en esos tiempos los ciudadanos debían demostrar cierto nivel de indiferencia y tolerancia con la brutalidad de su gobierno. En suma, debían aceptar como natural la persecución de toda oposición política o la tortura y desaparición de disidentes. ¿Podemos entonces hablar de normalidad?
Toda experiencia humana, pasada y presente, encierra una enseñanza para nosotros, perpetuos sobrevivientes de un mundo inclemente. Incluso para los habitantes de Bolivia, tan lejos de la guerra felizmente, pero en ningún caso un país próximo a la normalidad.
En efecto, ¿cómo hablar de normalidad en un país, como el nuestro, cada día menos democrático?, ¿cómo aceptar la realidad de un país con los peores indicadores sociales de la región? No puede ser normal un país donde la salud y la justicia están al alcance de esos pocos que tienen recursos. No puede ser normal un país donde todas las decisiones del Estado dependen de los humores de un solo hombre y su corte. No, definitivamente, el estado actual de nuestra nación está lejos de ser normal y tolerable. Y si estimamos lo contrario es porque hemos endurecido ante el mal creciente del autoritarismo y la pobreza, al punto de perder toda sensibilidad.
Felizmente, a diferencia de los habitantes de Aleppo, no nos enfrentamos con una lluvia de bombas y metralla sino con nuestros propios miedos e indiferencia. Afortunadamente podemos aún aspirar a una situación de verdadera paz y libertad, para evitar el triste destino de quienes no tienen alternativa fuera de soportar el mal en silencio.
El autor es politólogo.
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