Cuentos verídicos
Yuri Mirko Ríos Madariaga
La noche se acercaba. No lo notó. Las estrellas de mayor magnitud aparecían primero. Las luces periféricas de Villa Tunari se encendían y reflejaban sutilmente en el río Espíritu Santo. Si o si tenía que trasponer la carretera. Era la consigna, el gran reto. Sabía que era muy peligroso y podría morir en el intento, pues allí habitaba el hombre. Prefirió esperar a que oscurezca por completo trepada en lo alto de un itauba de un islote tupido. Con su admirable visión nocturna contemplaba las amplias áreas deforestadas en torno a la población. De pronto, de la nada surgió una tenue luz blanquecina que casi la pone al descubierto. Eran dos colonos con linterna y machetes. Murmuraban entre sí como escondiendo algo. No quería enfrentarse a ellos, pues perdería en el intento.
Sigilosamente se escabulle y huye asustada. Los destellos internos de una choza desvían su recorrido. Escucha unos ladridos que la irritan. Conocía de lejos a ese cánido que en ocasiones era utilizado en jaurías para acorralar y cazar a otras especies de felinos. “No sería una mala presa, pero no, debo seguir”, pensó.
Los vehículos circulaban como bólidos de noreste a sudoeste y viceversa. Aún era temprano. Arami esperaba el momento adecuado. Temía ser arrollada. Tampoco quería llamar la atención. Sabía que sus ojos fulguraban en presencia de cualquier luz. Sin embargo, el chirriar de sus tripas le recordaban a cada rato el objetivo anhelado. La tierra prometida le esperaba en el norte.
Una opción remotísima era marchar más al norte todavía, donde, según le contaron, había innumerables lagunas artificiales con formas rectangulares y extensos campos que se anegaban ¡seis meses! al año dependiendo de la intensidad de las precipitaciones. “Un paraíso único en el mundo”, supuso risueña. Sí, todo apuntaba a las sorprendentes pampas inundables de Moxos, hoy Beni. Pero ignoraba que allí no sería bien recibida. No señor, tendría que escapar de los ganaderos. Hace mucho que le declararon la guerra. Si atacara alguna res, lo tengo por seguro, pagaría con su vida.
Acortó distancia sin intuirlo y se topó con un ramal asfaltado de la vía troncal. No esperaba encontrar esta obra apocalíptica monte adentro y contigua al TIPNIS. Era la carretera Villa Tunari – Isinuta (inaugurada en septiembre de 2016). En realidad constituye el Tramo I de la cuestionada ruta a San Ignacio de Moxos.
Transcurría otro día sin localizar a las grandes presas. El atardecer moría y la noche emergía con su manto negro. Perdió la cuenta de cuanto avanzó. En ese lapso no comió nada. Sobrevivía con el agua de los afluentes. Al noroeste de Eterazama (cerca de Isinuta) el movimiento inusual de la hojarasca despertó su curiosidad. No había viento. El sonido se aproximaba con rapidez. Sus agudos sentidos detectaron algo ya familiar. Conocía ese olor desde pequeña. “Es un jochi pintao”, atinó complacida. Desde lo alto de un risco se abalanzó sobre el roedor que sucumbió de inmediato, pero era insuficiente para aplacar su voraz apetito.
Lejos de la presencia hu-mana, llegó al borde de un curichi. Buscaba al yacaré. Una vez le dijo su mamá que el “rey de los pantanos” permanecía como petrificado durante el día calentándose al sol, pero que al menor ruido sospechoso se sumergía en el agua. “Por tanto, debes andar con cautela y confiar en tu camuflaje para atraparlo”, le dijo poco antes de abandonarla. Arami detrás del follaje vislumbró al reptil. Se acercó lo suficiente para sorprenderlo. Solo debía ser paciente. En el momento menos esperado saltó sobre su lomo. El yacaré logró meterse en el agua, pero la jaguar se zambulló con él y con sus afilados dientes lo asió de la cerviz. Una y otra vez salían entrelazados a la superficie. Entablaban una épica batalla en la que solo habría un vencedor. Por fin la bestia de sangre fría exhaló su último aliento. La “reina de la Amazonía” comió hasta saciarse, es cierto, le costó, pero comió. Lo merecía.
Continuará…
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